El genovés Niccolò Paganini, nacido el 27 de octubre de 1782, es recordado como uno de los más grandes virtuosos del violín que jamás haya existido. Desde niño mostró un talento excepcional para la música, comenzando a tocar el violín a los siete años bajo la tutela de su padre y maestros locales.

Su habilidad precoz le permitió ofrecer su primer concierto público a los once años, asombrando a todos con su destreza técnica y musicalidad. Cabe decir que para la época había cierta tendencia hacia la explotación infantil como fuente de ingreso familiar: Mozart y Beethoven fueron tempranas víctimas de ello.

Volviendo al tema, a medida que Paganini crecía, su fama se expandía rápidamente por toda Europa. Su estilo de interpretación era inigualable, caracterizado por técnicas innovadoras y un virtuosismo deslumbrante. Introdujo técnicas como el pizzicato con la mano izquierda y el uso extensivo de los armónicos, ampliando enormemente las posibilidades del violín. Era un verdadero rockstar.

Estas habilidades sobrehumanas comenzaron a suscitar rumores de que su talento no era de origen humano. Pero tomemos en cuenta que Paganini sufría de una enfermedad genética que se cree hoy en día que podría haber sido el síndrome de Marfan, lo que le daba una flexibilidad inusual en sus dedos y, paradójicamente, podría haber contribuido a sus habilidades excepcionales como violinista.

La leyenda más perdurable sobre Paganini es la de su supuesto pacto con el diablo. Cuenta la leyenda que su habilidad prodigiosa no podía explicarse de manera natural y debía ser el resultado de, digamos, un trato faustiano. Algunos afirmaban haber visto a Paganini tocar con una figura oscura al lado, supuestamente el diablo, guiando sus manos. Su apariencia física también alimentaba estas leyendas: era alto y delgado, con una complexión cadavérica, y sus ojos penetrantes y oscuros solo incrementaban el aura de misterio que lo rodeaba.

Paganini no hizo mucho por desmentir estos rumores; de hecho, a veces parecía disfrutarlos. Su comportamiento excéntrico y su apariencia misteriosa contribuyeron a su imagen casi sobrenatural. En una ocasión, durante un concierto en Viena, los espectadores afirmaron haber visto chispas salir de su violín, lo que solo reforzó la creencia de su conexión con fuerzas sobrenaturales.

A pesar de los rumores y su estilo de vida errático, Paganini fue un innovador y dejó un legado musical duradero. Sus composiciones siguen siendo un estándar de virtuosismo técnico para los violinistas de todo el mundo. En 1834, la salud de Paganini comenzó a deteriorarse gravemente, y se retiró de las presentaciones públicas. Murió el 27 de mayo de 1840 en Niza, Francia.

El caso es que, en 1994, en nuestro teatro Alfredo Celis Pérez, Valencia se vistió de gala con la presencia Shlomo Mintz, gran violinista ruso, uno de los mejores del mundo. Acompañado por la Orquesta Sinfónica de Carabobo a manos del maestro José Calabrese, Mintz interpretó el Concierto para Violín y Orquesta en Re Mayor de Ludwig van Beethoven.

Al menos eso estaba en el programa, pues sucedió que a mitad del hermosísimo segundo movimiento, ¡paf! se fue la luz. Concierto interrumpido. Todo negro. Los instrumentos de la orquesta, obviamente, no pudieron continuar. Las melodías inconclusas de los instrumentos se amalgamaban con un masivo lamento de frustración del público, disimulando la vergüenza de mostrar la típica mediocre infraestructura eléctrica ante el sorprendido invitado ilustre.

Quejas entre murmullos, sonidos disonantes y aleatorios de instrumentos perdidos. Lo negro absoluto del ambiente se convirtió poco a poco en una tenue penumbra mientras nuestros ojos se acostumbraban al apagón gracias a las lamparitas de emergencia que hicieron su trabajo.

Al poder divisar gradualmente el escenario, notamos una orquesta confundida y al maestro Calabrese inquieto e impotente, mientras Mintz, violín en mano, conversaba con uno de los músicos. Y pasaban los incómodos minutos en la inoportuna oscuridad.

De pronto, empezó una melodía conocida: Shlomo Mintz empezó a tocar el Capriccio 24 de Niccolò Paganini, una de las piezas para violín solo más famosas. Está formada por un tema, once variaciones y un final. El público sorprendido, empezó a cautivarse, presa de la intrincada composición que saca lo más difícil de las técnicas violinísticas, en una penumbra que nos llevaba al siglo XIX.

Fue un escape al pasado, a ese enigmático Paganini en una tenebrosa y a la vez encantadora semioscuridad. Cuando Mintz iba por la mitad de su solo, llegó la luz. Y se encendieron las luces, tanto del escenario como del sector del público.

Creo que, por primera vez, la gente no se alegró del retorno eléctrico. Fue un repentino regreso al presente. Shlomo Mintz se detuvo, miró a Calabrese, algo murmuraron y empezó de nuevo el segundo movimiento del concierto de Beethoven.

Al finalizar el concierto, como es de suponer, Shlomo culminó su solo del Capriccio 24, esta vez con la tecnología que el siglo XX nos proporcionara, a duras penas. Aplausos de pie. Concierto inolvidable.

Para escuchar, a propósito de Niccolò Paganini y de Shlomo Mintz, recomiendo el Capriccio 24, tema con once variaciones y final, interpretado por Mintz:

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