No cabe ocuparse de otro tema. No queda espacio para pensar en escribir sobre las calamidades del chavismo o la última extravagancia de los enchufados. La invasión rusa a Ucrania ocupa la primera página de todos los medios del mundo y sus consecuencias pueden llegar tan lejos como a la desaparición de la especie. El Apocalipsis, con mayúscula: la tan temida batalla nuclear que los halcones norteamericanos y los comunistas soviéticos lograron evitar en el pasado, haciendo uso de la debida sangre fría y la moderación, aún en situaciones extremas como la crisis de los misiles de 1962. Hoy, 60 años después de que Khrushchev y Kennedy estuvieron muy cerca de iniciar la guerra que acabaría con el planeta, resulta que el fin de la historia que se anunció en 1989 con la caída del muro de Berlín no fue el fin de nada –ni siquiera del comunismo- sino el renacimiento de los totalitarismos recalcitrantes bajo otros signos, otras ideologías u otra gente, pero con la misma enfermedad ancestral de apropiarse del mundo y de someter a los demás a sus caprichos, paranoias y ansias de poder.

Tan grave como la invasión es la amenaza del régimen de Putin –repetida varias veces y por varios voceros- de llevar el conflicto hasta su “solución final”, si es que alguien interfiere directamente en el campo de batalla.El primer aviso se dio a los 3 días de la invasión, cuando Vladimir Putin puso en alerta a sus fuerzas nucleares en respuesta a la primera oleada de sanciones –una instrucción al Jefe de Defensa que fue televisada, para darle más efecto y credibilidad- y continuó con varias declaraciones de Sergei Lavrov, el ministro ruso de Exteriores, quien dejó en el aire que un enfrentamiento con las fuerzas de la OTAN llevaría a una guerra entre Rusia y Occidente: “una guerra mundial devastadora”, según las palabras del funcionario. Es muy difícil saber cuánto hay de bluff en el reto y cuánto va en serio, pero la simple referencia temprana a la madre de todas las conflagraciones es suficiente para encender las alarmas.

El argumento de los invasores recurre a la expansión de la OTAN -para incluir a los antiguos miembros del pacto de Varsovia- de finales de los años 90 y comienzos de los 2000, pero esa postura puede verse de varias maneras: la amenaza percibida por Rusia con la cercanía de sus nuevos rivales geopolíticos es comparable a la que debían sentir los antiguos satélites de la URSS al tener fronteras con sus antiguos patrones sin el respaldo de los EEUU y la Unión Europea. Por nombrar algunos, Polonia, Hungría, Bulgaria y los países Bálticos sabían lo que era el dominio soviético porque lo sufrieron por 40 años, y no tendrían muchas ganas de regresar al otro lado del telón de hierro.

En todo caso, la barbarie que se ejecuta desde el 24 de febrero en Ucrania se puede reducir a cosas más simples, aunque se adornen con interpretaciones de la historia para buscar justificarlas: la invasión es consecuencia de la megalomanía de Putin y su sueño de un imperio ruso igual o mayor que la antigua URSS, con Él como monarca indiscutido: esos parecen ser sus planes y le toca a esta parte del mundo oponerse con todo lo que haya, excepto llegar a la guerra final. No es que Rusia trata de comerse a Ucrania. Eso es solo el comienzo. Es la democracia liberal de Occidente, junto a nuestros valores, derechos y modo de vida, amenazada en sus cimientos por un régimen totalitario. Se ha dicho hasta el cansancio: si la toma de Ucrania no tiene consecuencias, después vendrán los Estados del Báltico y luego Polonia y paremos de contar. La ambición de poder no se sacia nunca. Todo lo contrario; aumenta con cada nueva víctima.




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