Caminos o trochas que comunican informalmente Colombia y
Venezuela se han convertido en rutas frecuentes para viajeros y residentes de
La Guajira, región que comparten los dos países, desde el cierre de la frontera
hace ya cuatro meses por decisión del Gobierno de Nicolás Maduro.

Decenas de vehículos se han adueñado de esos «caminos
verdes», nombre con el que inmortalizó Rubén Blades en una canción a las
rutas ilegales que llegan a Venezuela.

Son vías internas en una zona desértica y de difícil
control, pese a que las autoridades venezolanas han habilitado el ingreso
previa inscripción y a ciertas horas para que sus ciudadanos puedan retornar a
su país.

Camionetas, automóviles y motocicletas se adentran en los
caminos de arenas blancas hacia el territorio vecino, mientras los lugareños
hacen su agosto con un nuevo negocio: peajes improvisados para los vehículos
que avancen por sus tierras, según constató Efe.

El pasado 19 de agosto, Maduro ordenó cerrar el tránsito
entre el estado de Táchira y el departamento de Norte de Santander, medida que
extendió luego a los pasos que comunican a La Guajira y Arauca (Colombia) con
Zulia y Apure (Venezuela), como parte de su lucha contra el contrabando y la
presencia de supuestos paramilitares.

Desde entonces, habitantes y viajeros han revestido de
legalidad las rutas hasta hace poco destinadas al contrabando o al paso de
indocumentados para mantener a medias el intercambio binacional.

La travesía puede iniciarse en Maracaibo, capital de Zulia,
o en poblaciones como Paraguaipoa, del lado venezolano, hasta la localidad de
Maicao, en Colombia, o viceversa.

El costo de atravesar las trochas no está establecido
formalmente y depende, entre otros, del equipaje de la persona, de la distancia
e incluso de cuánto pueda demorarse el trayecto por estos caminos.

Así, el primer paso de la travesía es la negociación del
precio del pasaje, que llega a superar hasta diez veces el legalmente
establecido en bolívares, lo que los chóferes justifican como una forma de
compensar las pérdidas que deja la clausura de la frontera.

«Antes yo traía a algunos que se venían para Maracaibo
de fiesta, ahora muchos de los pasajeros son venezolanos que trabajan en
Colombia o que vienen por una emergencia familiar», relató a Efe el
conductor de un «carrito por puesto», como los conocen a estos autos
antiguos de matrícula venezolana con capacidad para seis personas.

El hombre, que prefiere no dar su identidad por motivos de
seguridad, dijo que este diciembre «no hay vida» en la frontera por
el temor de muchos viajeros.

«Hace unos meses, usted llegaba a Maracaibo y no había
habitaciones, los hoteles estaban llenos de colombianos, ahora están pelaos
(vacíos)», afirmó.

Pocos metros antes de la frontera, este hombre introduce su
automóvil en una telaraña de vías que se abre en medio de bancos de trupillos o
cujíes, como se conocen esos árboles de zonas áridas, para alejarse de las
barricadas de metal que impiden atravesar por el paso legal de Paraguachón.

A medida que avanza se divisan cuerdas instaladas por
lugareños, algunas con menos de 100 metros de separación, para exigir el cobro
de un peaje que puede oscilar entre 50 y 500 bolívares (unos 7,9 y 79,3
dólares), según la tasa que se use de las que funcionan en Venezuela.

Niños, mujeres y hombres, en su mayoría de la etnia wayúu,
reciben el pago y autorizan el paso.

Y aunque la seguridad es aparentemente frágil, nadie
atraviesa las cuerdas sin consentimiento por temor a represalias o a la
estricta ley wayúu que establece saldar incluso con sangre una afrenta.

«Aquí cobran hasta los ladrones, a esos hay que
pagarles más», confiesa resignado el chófer.

Después de superar esos «caminos verdes», el
vehículo retoma la vía que conecta a ambos países en busca de su destino.

Autoridades y lugareños saben lo que ocurre, pero nadie hace
preguntas. Tal vez porque es común el movimiento legal o ilegal de bienes y
personas en honor a la vieja sentencia wayúu de que La Guajira es un territorio
sin fronteras. EFE




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