Fabio Solano | solanofabio@hotmail.com

“Esa madrugada yo estaba nervioso, muy tenso. Tenía apenas un mes de haber llegado de la ciudad. De allá me sacaron porque estaba ‘quemado’ y la Digepol me buscaba como ‘palito de romero’. Debía esconderme ahora, dijeron en la universidad. Camarada, no vuelva a su casa. Cuando llegue el gobierno su mujer debe negarlo, que no lo ha visto a los ojos en seis meses, el ‘muy perro’ se fue con otra, y luego una retahíla de insultos para convencer a los digepoles. Como yo no tomaba la decisión, el partido lo hizo. Para la montaña, dijeron. Entonces me mandaron a un campamento de entrenamiento, ahí donde te enseñan a manejar el FAL, a desarmar y armar la Browning con los ojos vendados, para cuando te toque en la oscuridad de la noche. Donde te ponen a caminar y caminar kilómetros, porque la vida de un guerrillero se va en bajar y subir montañas. No tenía ni un mes en eso, cuando se complicó la cosa. Hubo una emboscada cerca del río y por eso nos sacaron corriendo en plena noche. Dos días caminando sin parar y yo con la espalda que no la aguantaba. El morral, un FAL, la canana, dos granadas y los únicos calcetines que tenía estaban rotos. Los pies me ardían y las piernas eran como troncos de árbol. 

“Cuando llegamos al campamento de arriba, el comandante nos regaló una latica de leche condensada. Al fin dormimos y al día siguiente nos llamó a reunión. El enemigo nos había atacado con saldo de tres pérdidas nuestras y siete de ellos. Cierto era que el gobierno había anunciado que estaban por liberar a dos de nuestros líderes que tenían tres años presos, pero como revolucionarios no podíamos ceder. Nos atacaron y, entonces, nosotros vamos a responder. Camarada Carlos, dijo el comandante mirándome fijo: ¿está dispuesto? Me medía porque nunca había estado en combate. Y yo, como si fuera el Che: Siempre, patria o muerte, venceremos. 

“Dos noches después estábamos rumbo a una alcabala sobre la vía a Oriente. Se nos dijo que a las tres de la mañana los guardias se guindaban a dormir y dejaban siempre al más nuevo de vigilancia. A un kilómetro, alerta total. Tres guardias adentro, uno afuera. Un jeep sin techo y las armas eran nuestros objetivo. El camarada Luis, quien había sido ladrón de carros en Catia, iba directo al jeep. ‘Carlos le encargo el de la garita. Domínelo y anúlelo’. Y yo por dentro, ¿le disparo o qué? Cinco minutos más de caminata, agachados por el borde de la carretera pero con el monte protegiéndonos, pendientes de que no apareciera algún carro.

“Llegamos. La caseta a oscuras, una cadena colgando de dos tubos y una garita con su farol encendido. La cadena abajo y el militar de guardia sentado, con la cabeza caída sobre el pecho. El comandante seña conmigo, y yo que me acerco por un lado y le pongo el cañón en la oreja: ‘No te muevas o te quemo’. Los camaradas adentro y yo ahora con el guardia mirándome, y yo mirándolo, pistola de por medio. De pronto, el militar se queda viendo mi arma y yo sigo la mirada que cae sobre el cañón. De pronto la duda: ¿Cargué la bala en la recámara o no? ¡Carajo! ¿Será que no la monté? Y los ojos del tipo que me miran con sorna y yo, por dentro, pensando a toda máquina. Sí la monté. ¿O no?

Y el guardia que ve la duda, y la mano que se le va a la cintura. Y yo que aprieto el gatillo. ¡PUM! Todos a correr. Nos lanzamos arriba del jeep y salimos de estampida. Cuatro kilómetros y ahí paramos. Metimos el jeep para el monte. Y el comandante: agarren los FAL, arráncale la distribución, tápenlo con monte, ¡rápido! Y tiramos para la montaña. Troté duro con uno de los FAL rebotando en la espalda. De nuevo el dolor en las piernas y en los pies. ¿Qué pasó? Nada, comandante, lo tenía controlado y de pronto el tipo se quiso alzar”. 




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