Prince Lara
La escasez de insumos persiste en el hospital dr. Adolfo Prince Lara. Foto: Cortesía

La cantidad de gente en la parte externa asusta. Es la primera imagen que tiene cualquier persona que se acerque al Hospital dr. Adolfo Prince Lara de Puerto Cabello. Es difícil comprender si todos los que están ahí esperan ser atendidos o si son familiares de pacientes. Todo es confuso, sobre todo si se tiene a un niño en brazos que dice que no puede respirar bien.

Así llegó Andreina (*) a la emergencia pediátrica. En el pasillo había tres adultos sentados con sus hijos y diferentes solicitudes a los doctores de guardia. Era viernes a las 6:30 p.m. Preguntó a uno de los señores que estaba esperando cómo hacía para que atendieran a su hija de ocho años que tenía dificultades respiratorias y debilidad general. El hombre solo señaló a la sala de triaje.

Hasta ese momento todo parecía que funcionaba bien. En esa área había aire acondicionado y no había muestras de problemas típicos como el hacinamiento de los hospitales. Explicó a la doctora los síntomas de la niña y de inmediato le dijeron que tenían que ponerle oxígeno.

En medio de sus nervios comentó con la pediatra que le parecía curioso que estaba relativamente sola la emergencia. “Es que ya casi nadie trae a sus niños al Prince Lara, a menos que sea una emergencia extrema. Saben que tienen que comprar casi todo lo que se necesita y prefieren tratarlos en casa”, dijo la doctora con uniforme rosado, y en ese momento Andreina comenzó a recibir la dosis de realidad del sector salud en Venezuela.

Calor y precariedad en el Prince Lara

Fue guiada rápidamente hacia una sala grande. Ahí había 14 camas, 9 de ellas ocupadas por niños de diferentes edades. También había una incubadora con una recién nacida. La hija de Andreina fue ubicada en la cama número 7 y la conectaron a oxígeno.

“Ya viene la doctora a pasar revista para decidir el protocolo que se le va aplicar”, dijo la enfermera. Mientras esperaba pudo ver todo lo que estaba a su alrededor en esa sala del Price Lara. A un lado una niña de seis años que había sido diagnosticada con diabetes, y su mamá al lado haciendo varias llamadas tratando de conseguir insumos.

Debían medirle el azúcar cada cuatro horas, pero no lo hacían desde el mediodía porque no tenían cintas reactivas para el glucómetro en el Prince Lara. La desesperación de la mujer era evidente y la respuesta de los enfermeros y doctores era la misma: “estábamos usando las que tenían en retén, pero ya se acabaron”.

En la incubadora la niña parecía estar sana. Tenía 25 días de nacida, los últimos 15 ahí hospitalizada por una deficiencia respiratoria. “Me la iba a dar de alta el lunes, pero una enfermera se equivocó, le puso una dosis que no era del antibiótico y la bebé se complicó”. Afortunadamente, para la tarde del viernes ya la niña estaba estable y casi lista para irse a casa.

Mientras escuchaba esas historias, la hija de Andreina se comenzó a quejar del calor. Ahí no hay aire acondicionado, la sala está ubicada en un sótano y las altas temperaturas de Puerto Cabello suelen ser inclementes a toda hora.

No en vano se ven a las mamás con pedazos de cartón tratando de echarle aire a los niños, mientras están sentadas en una silla en la que hacen todo, incluso dormir.

Unos 20 minutos después la doctora llega a la cama 7. Examina a la niña, hace preguntas a Andreina y se determina que la causa de los síntomas fue una reacción negativa al tratamiento neurológico que toma desde que nació.

Confirma que ya está respirando mejor y no pudo medirle la saturación de oxígeno porque en toda el área de emergencia pediátrica del Prince Lara no había un saturómetro.

“Vamos a ponerle un suero que pasé rápido con Furosemida para que le den muchas ganas de orinar y la medicina salga rápido de su cuerpo. Después de eso, si está bien, se puede ir a casa”. La atención del personal seguía siendo muy buena. Andreina veía cómo trataba al resto de los pacientes y a sus madres, y le reconfortaba que fuera de esa manera.

Llantos y desesperación

La espera continuaba en el Prince Lara mientras se mezclaban los llantos de un niño con el de otro. La mamá de la niña con diabetes no conseguía las cintas reactivas en ninguna de las farmacias a las que llamaba. Y su rostro cambió cuando un familiar la dijo que una amiga podía prestarle un glucómetro con las cintas incluidas.

Pero debía caminar unas cuatro cuadras para buscarlo. Así que no dudó en pedirle el favor a Andreina que le cuidara la niña mientras iba y regresaba. Ella no pudo negarse.

A los pocos minutos una enfermera se le acerca para decirle que debe comprar un frasco de solución 0,9 porque en el hospital Prince Lara no había, y sin eso no podían ponerle el tratamiento a su hija. Y su experiencia comenzó a convertirse en todo lo que había leído en las noticias.

Quienes la esperaban afuera fueron a varios lugares a buscar la solución y no conseguían, ya ella se estaba desesperando mientras varios niños no dejaban de llorar y el calor arreciaba. De pronto otra enfermera se acercó con todo el tratamiento. “Tranquila, agarré este frasco que tenían apartado, se lo voy a poner a tu hija”.

Ella no podía creerlo. Así como le costaba creer el servicio “self service”, como lo catalogó la mamá de la recién nacida, cuando se le terminó el medicamento endovenoso a la niña con diabetes y una enfermera le dijo: “ciérrale la manguera tú misma”. Andreina, con mucho temor lo hizo, y bajo las instrucciones de la propia paciente.

No pasaron 10 minutos cuando su hija le dijo que quería orinar y tuvo que aplicar nuevamente autoservicio al preguntar cómo hacía con la mascarilla y el oxígeno, “lo apagas ahí dándole vuelta a ese botón y pones la mascarilla en la cama, no hay problema”.

En el baño, la recomendación de otra mamá fue que la niña no se sentara por completo en el inodoro. “Parece que un adulto orinó y no le echó agua”. En efecto, la palanca estaba dañada y tuvo que hacer devolver a la niña para llenar un envase con agua y tratar de asear el lugar, mientras tenía una mano ocupada con el suero que debía tener en alto. Fue un proceso que repitió tres veces en menos de una hora por el efecto de la medicina.

De vuelta a la cama la niña tenía mejor semblante y comenzó a hablar con su vecina. Se hicieron amigas rápidamente y al poco tiempo llegó al Prince Lara la mamá contenta con el glucómetro en mano pero ese sentimiento cambió cuando su hija le muestra el brazo lleno de sangre. La aguja de la vía se le había salido de la vena. Fue corriendo a buscar a una enfermera y solo e dieron algodón. Otra vez el “self service” se había puesto de manifiesto.

En la cama 14 había una niña de nueve meses de nacida. En casa le habían dado té de diferentes hierbas para tratarle una gripe y comenzó a tener fallo renal y a retener líquido. Por lo hinchada que estaba era imposible colocarle una vía y la única solución fue ponerle una central en el cuello. Un procedimiento traumático para el paciente y que se realizó ahí mismo, en esa sala, con otros niños de testigo y sus madres llorando ante esa escena.

La hija de Andreina ya mucho mejor estaba desesperada por irse. “La doctora dijo que la medicina pasaría rápido, pero va lento”. Una enfermera escuchó, coincidió con la niña y aceleró el proceso. Al terminarse el suero, Andreina avisó a esa misma muchacha, quien le dijo “anda a triaje y busca a una doctora para ver si se puede ir”. Al regresar con la misma pediatra vestida de rosado que la atendió al llegar, examinó a la niña y acabó con esa estadía de dos horas en el Prince Lara que significaron para Andreina un coctel de emociones más fuerte que la medicina que le hizo daño a su hija.

(*) Nombre ficticio.




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