(Cortesía)
CRONICA:

En el seno izquierdo del pequeño cuerpo de la mujer había tres heridas circulares que formaban un triángulo. Dos abajo, una arriba. Ninguna tocó la areola. No sangraban ya porque habían pasado más de doce horas desde su muerte.

En ese lapso del viernes 22 de febrero -y hasta el otro día- el cuerpo estuvo en el mismo lugar: el piso del ambulatorio del caserío indígena Kumarakapay, municipio Gran Sabana, al sur del estado Bolívar.

Al cadáver lo pusieron en una esquina del ambulatorio y lo taparon con una sábana azul. En el medio había una silla ginecológica. Y en la esquina opuesta, un colchón ensangrentado. “Es que no hay camillas y los tuvimos que atender a todos ahí”, explicó el joven médico de la comunidad. El único, por cierto.

Esa fue la primera sala funeraria para Zoraida Rodríguez, quien doce horas antes vivía y estaba dedicada a su trabajo de freír las empanadas que vendía en la Troncal 10, la vía que atraviesa el sur de la región y conecta Venezuela con Brasil.

Fueron las últimas empanadas que cocinó antes de que tres balas, las tres balas que no tocaron la areola de su seno izquierdo, pero que sí se le clavaron en el corazón, la mataran en algún momento antes del amanecer.

La razón del asesinato estuvo, en buena medida, a unos metros de su casa. Se trataba de una pancarta que los lugareños habían colgado en plena vía y que tenía cuatro palabras: “Guaidó, presidente. Aretauka-La Gran Sabana”.

Era la consigna con la que había despertado Kumarakapay. El mensaje implícito, entonces, era el desconocimiento a Nicolás Maduro como presidente de la República. Querían calentar los ánimos para marchar al día siguiente hasta Santa Elena de Uairén -a una hora de camino en carro- para apoyar la llegada, por vía brasileña, de la ayuda humanitaria.

Era la intención.

Pero llegó el Ejército.

Kumarakapay fue el primer foco de violencia. (Cortesía)

Soberanía perdida

Zoraida Rodríguez tenía 46 años y seis hijos. Fue la primera víctima de la violencia represiva que desplegaron las fuerzas militares durante el fin de semana en el sur de Bolívar.

Su hermano, Tony, no tenía mucho por decir en la tarde del viernes. Solo contó, una y otra vez, lo de las empanadas que cocinaba su hermana antes de que cayera herida en sus brazos.

Balbuceó algunas cosas antes de morir. A su esposo, Rolando García, también lo hirieron con un balazo en el abdomen. Se lo llevaron a un hospital de Boa Vista porque en el ambulatorio de Kumarakapay no había siquiera gasas para detener las hemorragias. Sobrevivió.

Richard Fernández, cacique de la comunidad, explicó que cuando llegó el Ejército nadie estaba cerrando la vía. “Vinieron disparando”, aseguró. “El pueblo estaba manifestando su molestia porque tenemos que ir todos los días a la frontera con Brasil a comprar medicina y medicamentos. Si hablamos de la soberanía, aquí se perdió la soberanía porque todo funciona con reais. Tenemos maestros y médicos que ganan 18.000 bolívares. ¿Qué pueden hacer con eso?”.

Los convoyes del Ejército iban con dirección a Santa Elena de Uairén entre las 3:00 y las 4:00 de la mañana del viernes. La Guardia Territorial Pemón trató de impedirles el paso porque sabía que esos uniformados iban a la frontera también a impedir un acceso: el de la ayuda humanitaria.

Los soldados dispararon y huyeron. En el caserío quedó un reguero de sangre y 16 heridos. “Primero llegaron tres pacientes con heridas de balas múltiples en el tórax. No teníamos los insumos necesarios para atender tal cantidad de gente. No teníamos gasas para hacer compresión en las heridas. Por eso, los que estaban decayendo era por hemorragias. Una de las primeras que trajeron fue a la señora Zoraida. Pero estuvo 30 minutos con vida nada más”, detalló el médico.

– Si hubiese habido insumos, ¿ella tenía salvación?

– Difícilmente, por los impactos de bala en el área cardíaca.

En la mañana, una comisión de la Guardia Nacional llegó al pueblo. Los indígenas la bajaron de la camioneta. Les espicharon los cauchos, les rompieron los vidrios y les sacaron varias partes del motor. Retuvieron a los tenientes Roselino José Leal Contreras, José Antonio Gómez Sifontes y Grecia del Valle Roque Castillo; al sargento Carlos Alfredo Chirvita Marino y al general José Montoya, hasta el lunes 25 de febrero, comandante de Zona de la Guardia Nacional.

Los uniformados pasaron el día sentados delante de la comunidad, con los dedos entrecruzados y los hombros caídos. “¿Estás viendo cómo están matando a nuestra gente?”, le enrostraban los pemones.

En el piso del ambulatorio, el cadáver de Zoraida Rodríguez palidecía. Era la única víctima de la represión que desataron las fuerzas armadas.

Hasta ese momento.

Desconcierto enfatizado

Cuando amaneció el sábado, diputados de la legítima Asamblea Nacional por el estado Bolívar (Olivia Lozano, Ángel Medina, Freddy Valera, Francisco Sucre y Luis Silva) estaban reunidos, junto con los equipos de sus respectivos partidos (Voluntad Popular, Primero Justicia y Acción Democrática), en el lobby del Hotel Anaconda, en Santa Elena de Uairén. Todos notaron un par de ausencias: la de los diputados de La Causa Radical, Américo De Grazia y José Prat.

La meta era clara: llegar hasta la frontera, a unos 10 kilómetros de allí, para recibir los camiones con ayuda humanitaria. Pero no había -o al menos en ese momento no se comunicó al grupo de unas 100 personas en el lobby- una estrategia sobre cómo actuar. Los presentes asumieron que llegarían a la frontera como fuese. A las 9:00 de la mañana, cuando lo intentaron, se percataron de que iba a ser difícil: un piquete de la Guardia Nacional en frente de la entrada del Fuerte Escamoto impedía el paso hacia la frontera. Decenas de caminantes con morrales al hombro esperaban para cruzar.

William Itiho Amano, un brasileño de 34 años, era uno de ellos. Había entrado a Venezuela 10 días antes con tres amigos para subir el tepuy Roraima. De vuelta, se encontraron con que no los dejaban salir.

– ¿Se sienten secuestrados?

– Sí.

– ¿Presentaron sus identificaciones?

– Sí. Falamos con Consulado. Consulado está falando con Embajada. Estamos esperando.

Pero a las 9:55 de la mañana pasó lo que nadie esperaba: los uniformados se retiraron y un grupo de civiles -que estaba en el fuerte- levantó las barricadas. Todos celebraron por partida doble: ellos saldrían y la ayuda humanitaria entraría. Mujeres con bebés en brazos, hombres con cavas y niños con morrales caminaron para completar los 6 kilómetros hasta el punto de control fronterizo.

A esa misma hora, en Santa Elena, se reavivaron las protestas que habían comenzado en la madrugada -y que dejaron dos carros oficiales y un puesto de vigilancia de la Guardia Nacional quemados-. Se reavivó también la represión militar.

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