Se sabe de sobra que lo único que les importa a los mandoneros del poder, es seguir en dónde están, y en lo que están: despotismo y depredación. Si les conviene disimular un poco, disimulan; y si no es posible disimular, no hay problema. La farsa no tiene límites.
Para apuntalar el disimulo o la farsa, siempre están listos los farsantes. Los que inventan el engaño bufo, o le hacen el juego, tratando de conseguir o mantener algún beneficio.
Los mandoneros de una hegemonía que intenta disfrazarse de democracia son farsantes por definición. Y algunos muy habilidosos. Los voceros de la oposición política que se suman a la farsa, además de farsantes son cómplices de un proceso destructivo que asola a la nación.
A veces es difícil precisar la farsa, pero en general no lo es. Si algo es planteado por el poder, con pretensiones de legitimidad o legalidad o hasta de patriotismo, entonces se trata de una farsa. La experiencia lo confirma. Incluso la más reciente.
Nuestra patria necesita claridad y franqueza para renacer en democracia, justicia y desarrollo innovador. La farsa y los farsantes, de todos los colores, que sostienen el continuismo, son un obstáculo muy complejo de remontar. Pero debe hacerse por el bien común de la nación.

 

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