La campaña sistemática contra los medios de comunicación, el espionaje ilegal, la intimidación del crimen organizado y de grupos ilícitos, la censura y la autocensura, confiscaciones inconstitucionales, la mentira sistemática, la impunidad, la destrucción del país, la ruptura de la constitucionalidad que impide la cohesión socio-económica y política del país, en razón de que las instituciones actúan por consigna política y por móviles crematísticos, haciéndole el juego a la facción del régimen en sus actos contrarios a la ética, las constantes  amenazas y descalificaciones, el desespero oficial  y la crisis estructural que padecemos son prueba irrefutable del fracaso del hiperpresidencialismo, todo demostrado en el vía crucis político decretado en esta semana santa..

Venezuela ha sufrido corrupción, cinismo, hipocresía e impunidad de un hiperatrofiado régimen plagado de vicios, del cual ya no podemos esperar nada más, que el agravamiento de la crisis estructural donde estamos inmersos. El régimen olvida sus promesas, sus obligaciones y su cometido, pero se mantiene fiel a sus odios, sus caprichos y sus empecinamientos, lo que lo ha llevado a un rotundo fracaso. El régimen se cree con el derecho   a violar la ley y la constitución, la justicia solo aplica para los adversarios, pero para los que forman parte de la piara oficialista no hay tal. Para ellos la impunidad es necesaria para ejercer el poder. Con las instituciones bajo su mando y beneficio, garantizan que por muy aberrantes que sean las acciones, ellos no serán tocados. Es lamentable que sigamos soportando todo lo que nos han hecho. La ignorancia, mediocridad, sumisión y manipulación del pueblo, producto del fracaso político, es indignante.

Con el fracaso del hiper régimen vivimos tiempos aciagos, donde se destruye el presente y se augura     un futuro incierto. El hiperpresidencialismo, con una vasta gama de poderes y atribuciones, difícilmente controlables, es objeto de profundo cuestionamiento nacional, llegándose a la conclusión de que es necesario modificar el esquema de gobierno imperante, que sólo nos ha dado expresiones de concentración absoluta del poder, acompañadas de una afición desmedida por permanecer en el mismo, violentando tanto el principio republicano de la división de los poderes, como el principio de la alternancia presidencial consagrados en la Carta Magna. No podemos olvidar que en la mal llamada IV república el Poder Judicial era un instrumento al servicio de la justicia, hoy, bajo la égida del Poder Ejecutivo, es un remedo de institución.

Al régimen no le interesa tomar conciencia del enorme riesgo al que ha llevado al país. El Hiperpresidente juega con fuego junto al polvorín, lo que podría desatar fuerzas políticas y sociales, hasta ahora latentes, pero en ebullición, ante la grave crisis de gobernabilidad institucional que vive el país. Las instituciones se erosionaron, son disfuncionales e incapaces para mantener el crecimiento económico, el desarrollo social, la estabilidad política y la paz, en ellas no existe racionalidad para la eficiencia que permita la resolución efectiva de los problemas colectivos presentes y futuros que enfrenta el país. Han fracasado.

La política de Estado la concibe el régimen como el conjunto de mecanismos para restringir las libertades básicas, garantías constitucionales y derechos humanos y no para un desarrollo sostenible y libertad ciudadana. La falta de credibilidad y la desconfianza de la ciudadanía en las instituciones, inhabilitan al régimen y debilitan su gobernabilidad. Tenemos un modelo de estado hegemónico que pretende fundir a la sociedad venezolana en un grupo amorfo de ciudadanos, uniformados de liquilique, bajo la imposición de una misma estructura política y un sistema de gobierno que limita al pueblo la facultad para determinar su desarrollo de acuerdo a su propia identidad, así el autoritarismo se institucionalizó a través del fracasado régimen cívico-militarista, identificado con clientelismo, represión, muerte y corrupción.

Vivimos en un país basado en la política del “Pan y circo”, metáfora peyorativa de estrategias políticas para apaciguar y distraer a la población desviando su atención de gestiones gubernamentales fracasadas. La estrategia se centra en utilizar programas de bienestar público y espectáculos para desviar atención política de una ciudadanía. De esta manera, el apoyo público se fomenta, no a través de una administración excepcional o de políticas públicas impolutas y eficaces, sino a través de desatención ciudadana, y patrocinio mediante bochornosas dádivas.

 




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