Asumiendo una interpretación de la Biblia según la cual los jinetes del apocalipsis son la guerra, la muerte, el hambre y la peste, resulta que el jinete que le faltaba llegó a Venezuela: la peste. La guerra del régimen y sus aliados contra los ciudadanos, la muerte de cientos de miles de asesinados y enfermos desatendidos y el hambre que sufre buena parte de la población tienen años ocupando el territorio del país. Y si bien es cierto que plagas que se creían derrotadas como el sarampión, el paludismo, la difteria y hasta el mal de Chagas reaparecieron e infectaron a miles de personas durante 20 años de dictadura, el Covid19 representa otro orden de magnitud. Es una plaga que se contagia de forma exponencial, potencialmente mortal, y que solo se puede controlar con unos protocolos de respuesta que no están al alcance de sociedades y gobiernos que carezcan de servicios públicos eficientes, solidez institucional, recursos humanos y financieros y sistemas de salud competentes. No hace falta que los gobiernos sean democráticos, como se demuestra con la eliminación de contagios –ojalá que permanente- en China, pero sí que sean operativos, que funcionen y que sean efectivos en el manejo de crisis de grandes proporciones. El puro aislamiento social no sirve de nada si no se acompaña con atención hospitalaria, comida, estadísticas confiables y un inventario suficiente de medicinas y artículos para tratar y prevenir la transmisión del virus. Tampoco sirve el enfoque libre mercado que intentó Boris Johnson en Gran Bretaña ni la paz, amor y estampitas del presidente de México: la crisis tiene que ser enfrentada de manera activa, porque todo indica que no se va a resolver por cuenta propia.

Regresando a Venezuela, es inevitable, para empezar, sentir un calorón de asombro y vergüenza ajena ante la cartica de Maduro al FMI pidiendo 5 millarditos de dólares para ayudar a enfrentar la contingencia. Pero, por supuesto, hay mucho más que una petición absurda al multilateral. La cartica sería solamente otro surrealismo chavista si las condiciones sanitarias, de infraestructura, de servicios, de recursos y de gobernabilidad no estuvieran arrasadas. O si el régimen tuviera la mínima capacidad para diseñar un plan de acción y ejecutarlo. O si el Estado venezolano no fuera un ente tribal, corrupto e inútil que solo tiene inteligencia y estadísticas para imponer el terror, no para proteger a los habitantes de lo que alguna vez fue una República. Ante esa realidad, las perspectivas de que la pandemia deje una huella muy severa son reales; palpables. Con una probabilidad sumamente alta.

Por supuesto, la amenaza de una –otra- catástrofe humanitaria no puede ser excusa para la inacción, la resignación y no queda de otra. En este momento, más que nunca, incluso más que cuando las protestas contra las elecciones chimbas y las arbitrariedades de la sargentada, le toca a la sociedad organizarse para cuidarse a sí misma, con régimen o sin él (mejor sola que mal acompañada). La gente no puede aceptar que su salud y posiblemente su vida dependan de un sistema despiadado que no va a cumplir con lo que debería ser su trabajo, porque las pruebas de la incapacidad del chavismo –militares incluidos, por supuesto- son tantas que no hay que repetirlas ni esperar que esta vez sea distinto. Si hay un momento para que las juntas de vecinos, los condominios, las ONG, los partidos políticos y la sociedad civil en general se ocupen de construir su propia barrera contra la enfermedad, es éste ¿Cómo? ¿Con qué recursos? Con lo que haya. Con millones de personas. Con voluntad, resiliencia, disciplina, organización y creatividad. Con ayuda externa. Con el liderazgo que hay o con el que se tire al ruedo. La pelea será muy difícil y exigente, y nadie garantiza que se gane. Pero al final, si algo se logra, se podría estar sembrando el germen de un país nuevo.




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