Me dicen que a los generales victoriosos de la Roma, cuando desfilaban por sus calles henchidos de orgullo por sus triunfos, se acostumbraba que los siguiera un siervo con el letrero Memento Mori, “Recuerda que morirás”, para ayudarlos a tener presente su condición humana. Tertuliano, uno de los Padres de la Iglesia en los albores de la Cristiandad, dice que la frase empleada sería más bien Respice post te! Hominem te esse memento! Que traduciría ¡Mira tras de ti! Recuerda que eres un hombre.

No sé cuánta eficacia y en cuántos casos tuvo en la antigüedad romana la sensata advertencia, porque engreídos por su poder o desmesurada autosuficiencia los ha y las ha habido siempre, pero no dudo de su sabiduría perfectamente vigente. La soberbia es pecado capital. La vanidad, arrogancia, vanagloria o cenodoxia es vicio corrosivo de los más letales, pues corrompe todo lo que toca. “Combinado o no con la prepotencia –abuso o alarde de poder- no es del todo infrecuente entre futbolistas, actores, empresarios, juristas, periodistas, músicos, artistas y políticos varios” escribe en La Voz de GaliciaSerxio González Souto.

Aduladores por fanatismo o por conveniencia, cortesanos frecuentemente insinceros, rodean y terminan convenciendo al adulado o adulada de poseer virtudes extraordinarias, incluso sobrenaturales que le hacen perteneciente a un selectísimo grupo de seres humanos trascendentes, escogidos por el destino.

Terreno abonado para el éxito de la adulación ofrecen las personalidades narcisistas cuyo grandioso sentido de la autoimportancia les lleva a fantasías de capacidades ilimitadas. Pero no hace falta padecer ese trastorno para que la adulancia del Elogio, aquel librito de La Riva, la criollísima “jaladera”, haga estragos.

Memento mori, la sabia admonición había sido muy útil a más de un político que he conocido y también a personas destacadas en los más diversos ámbitos de la vida, que también me he encontrado en esta experiencia larga y variada que voy acumulando. En la política, el cementerio está poblado de inmortales, como la Enciclopedia del Error está llena de los aportes de los infalibles. Inmortalidad, infalibilidad, perfección son fantasías curiosamente resistentes al detergente de la sensatez, hasta que la realidad que de terca puede ser hasta muérgana, las pone en su sitio. A veces demasiado tarde para el susodicho o susodicha o lo que es peor, para el gentío que sufre las consecuencias.

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