«Traces d’un exil» (Huellas de un exilio). (Foto EFE)

EFE

Bajo la fotografía desarraigada de Nicolás Muller late la diáspora europea, un exilio vital que desemboca en la España mísera de la posguerra y el yermo de su geografía física (e intelectual), ejes de una obra que expone desde la galería Jeu de Paume en el Château de Tours, al sur de París.

Con la muestra «Traces d’un exil» (Huellas de un exilio), comisariada por el fotógrafo Chema Conesa, el centro que dirige Marta Gili busca honrar el trabajo de una figura desconocida en Europa pese a su vinculación con la gran fotografía social húngara, transitada por Robert Capa, Brassaï o Kati Horna.

Son cerca de un centenar de archivos conservados por la hija del artista Ana Muller los que componen una trabajada selección que aspira a mostrarse en otros escenarios.

«Como sus coetáneos, Muller construyó una sintaxis para contar y retratar la realidad», relata a Efe Conesa, quien subraya la dimensión europea de una obra aún por reivindicar.

Nacido en Hungría en 1913 y educado en el seno de la Bauhaus y su elogio de las técnicas de composición, el fotógrafo, que falleció en 2000, ejerció en «ese momento mágico» de los años treinta y cuarenta que delegaba en las imágenes la tarea de «enseñar el mundo», agrega.

Y fue judío cuando no había que serlo, en la primera mitad del siglo XX que, bajo el sombrío rumor de los totalitarismos, le vio peregrinar desde las aldeas húngaras al bullicio vanguardista de París, desde la Lisboa de Salazar a Tánger, ciudad abierta y nido de espías durante la Segunda Guerra Mundial.

A esos años pertenecen sus series en torno a los estibadores marselleses, las lonjas portuguesas y la variopinta sociedad tangerina. Son capturas, según Conesa, de alguien «comprometido con su tiempo» dueño de una mirada humanista cuyos encuadres, por primera vez, se exponen en su dimensión original.

«Un formato cuadrado y siempre marcado por la necesidad de economizar el negativo», analiza el comisario para subrayar las costuras alimenticias del primer fotoperiodismo: pura supervivencia.

Fue en Tánger -«los años más felices de mi vida», llegó a decir- donde Muller «descubre la luminosidad» y olvida su condición de perseguido para trabar contacto con la España oficial, que le hizo varios encargos. Años después, en 1947, se instalaría en Madrid.

Pronto integró el cenáculo de la «Revista de Occidente», las tertulias del Café Gijón y la intelectualidad herida y fragmentada de una España que -«como la de hoy», remarca Conesa- nunca dejó de ver en la cámara un arte menor.

«En el Gijón se hablaba de todo menos de fotografía», reflexionaba Muller.

Era un extranjero resuelto a narrar un país que se sobrevivía a sí mismo, a la larga posguerra y a la dictadura, y que documentó en sus viajes a través de la península para lograr «un vínculo sentimental» con la tierra que le acogía.

En España, su objetivo «dulcifica» la actitud militante y el primer plano de sus inicios, y convive paradójicamente con un régimen decidido a no perturbar a un tipo que aseguraba: «el temor y la inseguridad siempre han sido mis compañeros de viaje».

Y de las primeras instantáneas en la revista Mundo, editada por la Agencia Efe, a los retratos del paisaje rural ibérico, su trabajo revolucionó el fotoperiodismo español, hasta entonces excesivamente dependiente de la herencia pictórica, y cuyo gran nombre, Català Roca, en opinión de Conesa, resta todavía por descubrir.

La cámara de Muller, entretanto, recogía los paseos de Pío Baroja en el Retiro o la figura grave, varada, de Azorín, mientras sus retratos cedían paso a las eras castellanas, a paisajes manchegos de corros, siega y pasos religiosos.

A él, que se había bautizado para engañar la caza antisemita, que era un «católico por necesidad», Madrid le concedió el pasaporte en 1948. Antes había huido de todas partes.

Y fue español, según la expresión de Cánovas del Castillo, porque no pudo ser otra cosa.




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