Llegó el 10 de enero y pasó lo que estaba más o menos previsto. Nicolás Maduro se juramentó como presidente ilegítimo de una república que no existe, ante un tribunal de justicia que no representa a nadie y que -como si nada- le quitó las funciones a la Asamblea Nacional. En las inmediaciones de la sede del TSJ unas cuatro cuadras de chavistas, muchos de ellos arreados en autobuses desde quién sabe dónde, manifestaron su apoyo a la continuidad del régimen. La AN desconoció el acto de juramentación, calificándolo como usurpación de cargo, y convocó un cabildo abierto para las 11 de la mañana del día viernes 11 de enero.

La reacción internacional no se hizo esperar. La OEA, con 19 votos a favor de un total de 33, aprobó una resolución en la que desconoce y cataloga de ilegítimo el segundo mandato de Maduro. Paraguay rompió relaciones diplomáticas con Venezuela. El presidente chileno desconoció al régimen chavista. Perú y Honduras llamaron a consultas a sus representantes diplomáticos. Argentina y Perú prohibieron el ingreso de funcionarios chavistas a sus territorios. Panamá no reconoce la investidura de Maduro. Según el gobierno de Canadá, la juramentación de Maduro fue ilegítima (probablemente la palabra más usada para la ocasión), mientras la Secretaría de Estado de EEUU denunció  la usurpación de poder y urgió a las fuerzas armadas venezolanas a deslindarse de la dictadura y hacer respetar las leyes y la constitución. La Unión Europea, en un comunicado un poco tibio y “buenista”, calificó las elecciones del mes de mayo de 2018 como amañadas (nor free nor fair, fueron las palabras exactas) y expresó que las posibilidades de una salida negociada se alejan indefinidamente.

Regresando a Venezuela, el ministro de la defensa reconoció a Maduro como comandante en jefe de las fuerzas armadas y reiteró su carácter bolivariano, antioligárquico y antiimperailista. El resto del contingente rojo, por supuesto, cogió línea y se cuadró con Miraflores (con la excepción de unos pocos chavistas originarios que, buscando indulgencia, andan por ahí hablando mal de la dictadura).

Así están las cosas al tiempo de escribir esta columna, viernes 11 de enero a tempranas horas de la mañana. El régimen, para sorpresa de nadie, hinca los tacones en tierra y no ofrece ninguna señal de flexibilidad. La oposición, representada en este momento por la AN, busca aire (así como medir su capacidad de convocatoria) con el cabildo abierto y las peticiones de apoyo internacional. En paralelo, hay un sector opositor exigiéndole a Juan Guaidó que asuma la presidencia del país y enfrente, junto a los colegas que lo quieran acompañarlo, el riesgo de ejercer de la política en tiempos de crisis.

Como escribimos en nuestro artículo de hace 15 días, el 10 de enero no era sino una fecha en la que iba a ocurrir algo que podía representar una oportunidad para acercar un poco –o mucho, dependiendo de lo que se haga- el fin de la dictadura que padece Venezuela. O podía ser un día más. La oportunidad continúa estando ahí. El régimen está débil y tiene muy poco apoyo externo, pero sigue mandando. La AN es legal y el mundo la aplaude, pero no manda. La política es así, ingrata y complicada. Si fuera sencilla, cualquiera podría ser político.




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