Este es un relato otras veces narrado sobre un momento vivido entre sueños y realidad. Este es mi propio delirio entre dos tiempos, un encuentro personal con mi héroe valenciano, con el escritor de la libertad, con José Rafael Pocaterra, un 25 de marzo, día de Valencia.

El calor sofocaba avanzada la mañana. Me encontraba en el corazón de la ciudad, había caminado de la Plaza Bolívar a la Sucre, buscando recuerdos, inspiración y nostalgias. Era una cita con la historia de mi pueblo, de mi villa, con mis amores de cuna. Y fue precisamente ese día, entre lo real y la fantasía, cuando le vi acercarse.

Venía caminando lentamente por la calle Colombia como escudriñando entre recuerdos algo que le resultara familiar. No sé si su intención era buscar sosiego en la iglesia de San Francisco o escapar hacia la Casa de la Estrella, donde nació la Venezuela independiente, o simplemente buscaba el calor de su cuna, de la pequeña habitación donde vio luz primera, entre la misma calle Colombia y la Anzoátegui, entre Flor de Mayo y La Pastora.

Yo le miré fijamente sin saber si era espíritu o visión, calentura de marzo o imaginación. Solo sentí que venía en auxilio de mi angustia, de esa necesidad de aliento, de las voces y susurros de los muchos que estuvieron aquí, durante más de cuatro siglos y medio, de las generaciones muertas pero vivas en la historia, de añejas glorias que inspiran nuevas gestas.

—¿Eres tú Pocaterra? —pregunté y él asintió con la cabeza. —Te he estado buscando en libros, calles, museos, en las palabras de los que te escucharon, en la prosa de tantos que han escrito sobre ti. Buscaba tu espíritu irreverente, tu valentía, ese arrojo en la efeméride del Cuatricentenario, aunque fuera el presentimiento de la muerte el que te hiciera despedirte de tu terruño natal, con gallarda humildad, frente al dictador de turno.

Y el hombre de figura imponente, de cara redonda y rasgos marcados, se quedó a mi lado, esta vez en silencio, escuchándome solo a mí, precisamente allí en la esquina de San Francisco, como si fuera mi confidente, en el mismo sitio en que me refresqué tantas veces con chicha con canela, en mis tiempos de estudiante, en la compañía de un novel amor de aula.

—Has estado ausente, tanto tiempo ha pasado, tantas aguas han corrido debajo de Puente Morillo. Sueños perdidos, alientos encendidos. ¿Cuántos cuerpos enlazados?, ¿cuantos vientres fecundados para parir hijos de Carabobo?, ¿qué pasó con tu Canto a Valencia? —tu poema inmortal. Fue en tu última aparición pública, cuando cantaste en versos a tu ciudad, donde pediste un puñado de esta tierra natal para tu olvido.

Y allí nos fuimos juntos por Valencia, la que vive en la añoranza en su centro glorioso, en las añejas parroquias Catedral, El Socorro y Candelaria. Calles que bajan y suben serpenteando colinas, germen mismo de la historia patria, fuente de la Venezuela republicana y sus instituciones, paridora de hombres y mujeres de linaje luminoso y estirpe indomable.

Y más allá San Blas. Ese pueblo pequeño dentro de la ciudad, entrada obligada de Valencia, bañado por las aguas cantarinas del río, entre sus vegas y cañaverales. Allí en la paz del meandro se escucha el paso de los siglos bajo el histórico puente construido por el Pacificador de la Costa Firme y se ve a María Josefa Zabaleta, heroína valenciana, buscar agua para dar a los valientes que resisten el sitio del terrible año 1814.

Y caminamos por La Guacamaya, con su serranía arrogante, con su cueva que se abre como boca de amante solitaria que espera el beso ausente del lejano lago. Guacamaya, testigo del crecimiento de la ciudad hacia el sur, que se extiende inmenso más allá del Paíto, donde sucumbe el Cabriales, en las cercanías de su hermana la Sierra de Carabobo. Allí se fortalece con nueva identidad un gentilicio que se esfuerza por superar las carencias de una economía deprimida y los embates de la violencia desbordada. Ese Sur que busca su propia vida municipal, hoy, bajo la tutela del sabio Miguel Peña y del prócer Rafael Urdaneta, con la intersección de Santa Rosa, busca poner nombre propio en la nueva historia valenciana, forjando identidad, valores y tradición para sus sucesores.

Y allí estaba la Monumental, orgullo nuestro, de las más bellas del mundo, con su parque de ferias, con sus lagunas y pabellones feriales. Y le conté mi tristeza al ver esos tesoros urbanos usados para el proselitismo en medio del abandono llegado de la mano de la intervención centralista.

Y fui recorriendo con Pocaterra, su silencio me inspiraba a dejar volar el pensamiento sobre sus parques y plazas, entre ellas una que rinde tributo a Monseñor Montes de Oca, nuestro querido y malogrado segundo obispo, inmolado en su amor por los débiles frente a la bota opresora y asesina, dignísimo representante de esa sucesión ejemplar de pastores de la Iglesia Valenciana que completan Granadillo, Adam, Henríquez, Urosa y Del Prette.

Vimos un gran parque lleno de niños y árboles, junto al río, donde se abrazan, en ardoroso mestizaje, encontrados en el amor a Simón Bolívar, la ternura maternal de la nodriza Hipólita y el sabio y consecuente civilismo de Fernando Peñalver. Porque Valencia es mestiza, como mestizo será siempre nuestro hermoso parque del Cabriales.

Desde allí nos vamos hacia las altivas nieblas perpetuas de la cordillera al norte, y bajamos hacia el pie monte donde comienza la Gran Valencia en los municipios Naguanagua y San Diego, con su pujante desarrollo urbanístico, en los que se continúa con la aspiración de avanzar en la construcción de la ciudad universitaria. Esa, mi Universidad, la que me regaló en sus aulas excelentes profesores y estupendos compañeros, tiene hoy un reto de reafirmación de su propia vida en la continuación de la lucha a librar contra pretensiones inconfesables.

En nuestro paso por San José vemos la ciudad cosmopolita, contemporánea, con despliegue creativo de auténticos innovadores. Todo un mundo pretencioso hoy deprimido entre deshechos y maleza, entre anarquía y egoísmo, que busca conservar su dignidad y retornar a la senda del progreso y la pujanza.

Luego llegamos al cerro de mi infancia. Casupo nos recibe con su verdor, su calor y esplendor. Allí, ante nuestra vista, al lado del desarrollo de la urbe se aprecia como regalo de Dios la diversidad de un escenario natural esplendoroso. Desde la sabana que va al Campo de Carabobo hasta Los Guayos a las márgenes del inmenso lago y desde la Sierra del Sur en Negro Primero hasta la Cordillera de la Costa al norte, Valencia es paisaje magnífico, manojo de luz, formas y colores de la naturaleza que hay que preservar.

—Hemos visto la ciudad Pocaterra, mucha gente ha marchado desde tu despedida. Después del Cuatricentenario centenares de empresas y fábricas comenzaron la industrialización. Hoy por la acción y la infamia de quienes han ejercido el poder ya no somos la ciudad industrial pujante y generadora de riqueza. Tocará a sus hijos liberarla de la nueva tiranía y reconstruir sobre la devastación y las ruinas de ser necesario.

—Hemos cambiado mucho desde los cuatrocientos años de Valencia. Fuimos metrópoli prospera, referencia obligatoria en la construcción de la opinión de la nación, sede frecuente de la trascendencia a través de acontecimientos y eventos culturales, deportivos, sociales, gremiales y económicos. Hemos sido líderes, como en el pasado que conociste, en la lucha contra el centralismo, perversión que continua presente asfixiando el desarrollo del gran país.

—Pero en aras del progreso se ha escrito una historia negra. Al Cabriales lo han contaminado y éste con otros factores contamina al Lago. Cuanto desearía haber conocido aquel que se veía al poniente de la nueva villa. Sí, ese lago, cuyo reflejo de luz invitara a la fundación de la ciudad, se encuentra hoy corrompido. Corazón de mi patria, fuente de los Tacarigua ¿Cuánto tendrá que esperar tu proclamada salvación?

Somos ciudadanos de logros, abiertos, cierto que celosos en momentos pero generosos en oportunidades a quien llega a convivir constructivamente. Por eso en estos momentos convocamos a los valencianos, nacidos aquí o en otros lares, a actuar como nuestros predecesores del Cuatricentenario, entendiendo que por encima de lo que pensamos hoy, está el abrazo íntimo con el compromiso de lo que representa nuestro pasado, con la superación de la adversidad presente y con la construcción de un mejor futuro para ésta y las próximas generaciones.

Y en esa febril inspiración entre realidades y sueños, entre la propia angustia y el encuentro de espíritus, le pregunto al enorme valenciano: —Pocaterra ¿Cómo será Valencia en su quinto centenario? Y él, como entendiendo que su tiempo ya pasó, como llamado por suprema autoridad cósmica o celestial, sonríe y se aleja, dejando tras su paso una frase única y definitiva.

—Esa pregunta, amigo mío, corresponde responderla a los hombres de tu tiempo.

LUCIO HERRERA GUBAIRA




Estimado lector: El Diario El Carabobeño es defensor de los valores democráticos y de la comunicación libre y plural, por lo que los invitamos a emitir sus comentarios con respeto. No está permitida la publicación de mensajes violentos, ofensivos, difamatorios o que infrinjan lo estipulado en el artículo 27 de la Ley de Responsabilidad en Radio, TV y Medios Electrónicos. Nos reservamos el derecho a eliminar los mensajes que incumplan esta normativa y serán suprimidos del portal los contenidos que violen la Constitución y las leyes.