ALFREDO FERMÍN VIVAS || raulfermin@hotmail.com
En la solemnidad de la Santísima Trinidad se lee en las iglesias la parte final del evangelio de Mateo. Quedaban once discípulos porque Judas ya no estaba con ellos, pero no se iban a quedar solos, pues Jesús los había citado en la cima de una montaña para decirles precisamente que Él iba a estar con ellos hasta el fin del mundo. La montaña siempre representó, desde el Antiguo Testamento, el lugar de la manifestación de Dios a su pueblo, el lugar del encuentro con el Altísimo creador. Por toda esta tradición de contacto entre lo divino y humano, los discípulos, ante la aparición del Resucitado, se arrodillaron para adorarlo, pero no todos creyeron que era Jesús.
El Hijo de Dios toma la palabra para confortarlos y confirmarlos en la fe. Les dice que le ha sido conferido todo poder en el cielo y en la tierra. Es el poder que el Padre le ha dado al Hijo desde siempre, pero que ahora lo transmite a los hombres, para que quede claro quién es el único Señor y Dios de lo visible y lo invisible. Y con ese poder les manda que hagan discípulos en todas las naciones y los bauticen en el nombre del padre, del Hijo y del Espíritu Santo.