Nunca he podido, en los ochenta y pico de años que llevo tratándolos, comprender completamente y a fondo a mis compatriotas. Cuando nací, mi padre extranjero y mi madre venezolana me trajeron a un mundo que, poco a poco, iba dejando de ser agrícola y pecuario (hasta había un banco con ese nombre) para pasar a ser, por decir, semiindustrial. La gente abandonaba los campos, para abrumar a los gobernantes con la proliferación de barriadas de desordenado crecimiento, donde se alojaban quienes llegaban de todas partes, para buscar empleo en la incipiente industria petrolera, manejada por empresas extranjeras provenientes de países más avanzados y de otros idiomas y costumbres, e iban introduciendo al venezolano en un mundo donde las bolas criollas y los toros coleados dejaban de ser deportes nacionales para dar paso al béisbol o el basquetbol, venidos ambos del influyente país norteño.

Como todos los venezolanos, parte de mi formación fue el aprender una materia escolar llamada “Geografía de Venezuela”; y el libro donde la estudiábamos, a mediados del siglo pasado, mostraba el mapa de ese territorio que nos es tan familiar, con el Lago de Maracaibo, la Península de Paraguaná, parecida a una cabeza de pollo unida al resto por un delgado cuello, algo parecido a un yunque del lado nororiental con unas islas al frente (que más tarde descubriría que eran hermosas, y muy pintorescos sus habitantes, también venezolanos). También nos mostraba una cadena montañosa al oeste y una gran extensión en medio que, según nos explicaron, era completamente llana y cruzada por un gran río llamado “Orinoco”.

Toda esta relación resultará seguramente familiar a los venezolanos de varias generaciones, desde que Venezuela es Venezuela, educadas por maestros hasta hoy, cuando no sabemos si los hay suficientes, ni escuelas donde puedan hacerlo. Y también les resultará familiar esa especie de zarcillo, o mejor dicho, largo lóbulo de oreja, que cuelga del lado derecho de todo ese territorio llanomostrado en el mapa, pintado de un color distinto o como una tela de piyama con rayas diagonales, que los maestros, según mi impresión de niño de primaria, nombraban sólo de pasada y rapidito, como evitando que preguntáramos por qué estaba pintado distinto.

Y siempre consideramos que esa lengüeta de tierra, llamada “el Esequibo”, era como un misterioso pedazo de tierra al cual nadie quería ir ni saber de él, aunque todo el mundo sabía “que estaba ahí”, y que pertenecía a Venezuela. Era como el primo pobre para el niño rico y presumido. Todo, porque el petróleo que yace bajo esa lengüeta de papel rayado no nos hacía falta: nos bastaba, para mirar por encima del hombro al vecino, con el que se sacaba del otro lado del mapa. Pero ahora, cuando preferimos ser “primeros en deporte y últimos en economía”, sí nos hace falta.

Con el cuento del referendo, el régimen está como perro encadenado: amenaza, ladra y trata de sacudirse el apretado collar, pero no tiene manera de soltarse y atacar al intruso que, para colmo, no viene solo: lo acompañan quienes quieren participar del ricobotín petrolero.Nunca he podido comprender a mis compatriotas. Es cierto que no soy sociólogo ni estudioso de la mente y la naturaleza humana, sino arquitecto; pero los arquitectos estamos entrenados para diseñar espacios donde transcurre la vida de los humanos, y debemos entender algo de la forma cómo viven, trabajan o se divierten. Por eso sé que los venezolanos no nos tragaremos el cuento, con todo y simulacro.

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