Foto archivo

Aún no amanece en Valencia. Es domingo a las 3:00 a.m., el mejor día de la semana para la ya habitual jornada de Pegui y Magui Sánchez, las hermanas que comparten las luces de sus linternas y las de los faros de los pocos vehículos que pasan, cada madrugada, por una de las avenidas principales de La Isabelica. Lo hacen para poder vivir. Ellas se dedican a revisar cada bolsa, caja o envase de basura que producen los comercios de la zona. Un trabajo que ahora comparten con más de 30 personas y el cual se ha venido a menos para ellas, luego de ser descubierto y asumido por otros como un micronegocio de subsistencia.

Hace tres años eran las dueñas de la cuadra. Solo ellas y algunos animales caminaban por el lugar a esa hora. Antes de las 5:00 a.m. ya habían terminado. Tenían definido un horario: de lunes a viernes. Pero eso cambió cuando comenzaron a conocer desde adentro la dinámica y supieron que los fines de semana eran los días de mayor producción de desechos. Ahora, lo hacen antes que salga el sol de viernes a lunes.

Pegui es la mayor. Le falta un año para graduarse en la escuela de derecho. Magui está en tercer semestre de contaduría pública. Ambas estudian en la misma universidad privada y viven juntas con su mamá, una educadora jubilada cuya pensión no alcanza para sostener todos los gastos de la casa. La aspirante a abogada tuvo un par de trabajos en tiendas de ropa, pero solo en temporadas altas. Un día escuchó en clases a una compañera que parte de su familia se sostenía por la recolección de material reciclado, se interesó en el tema y decidió unirse. A los dos meses, su hermana también lo hizo.

Una avenida cerca de su casa era la mejor opción. “Cuando empezamos nos asustaba sobre todo la inseguridad. Salíamos solo con las llaves del apartamento y los bolsos vacíos. Solo un día un par de hombres se les acercaron, pero vieron a qué nos dedicábamos y pensaron que éramos indigentes”, dijo Magui entre risas.

Se trataba de un negocio realmente rentable. Podían pagar los estudios, alimentación, ayudar con las facturas de los servicios públicos y hasta ir al cine. Pero el año pasado todo cambió. Poco a poco, se fueron sumando nuevos grupos a esa avenida en las madrugadas. La competencia se hizo ley. “Tuvimos que delimitar áreas. Ahora nos corresponde la basura de cinco locales. A los más nuevos les tocan dos”.

 

NUEVAS FASES PREVIAS

Cuando meten en los desperdicios sus manos, siempre con guantes, no han sido las primeras en sacar todo material rentable. Hay nuevas fases previas nacidas de la crisis. Hurgar entre la basura es una tarea que ha empezado unas ocho horas antes del inicio de la jornada de Pegui y Magui. Magnelino Correia lo incorporó en la lista de tareas de su personal de mantenimiento hace apenas cuatro meses. Al bajar las santamarías de su panadería deben, no solo sacar las bolsas negras de las papeleras y colocarlas al frente del establecimiento, primero tienen que clasificar lo que pueda ser vendido.

Es un negocio en crecimiento. Desde siempre han existido personas que dedican su tiempo a revisar la basura para después ir a centros de reciclaje y obtener una compensación económica. Pero la crisis, ha provocado que sea una práctica tan demandada, que propietarios de diferentes comercios han decidido incursionar en ella.

Correia veía tras su vitrina, mientras cobraba los pedidos de sus clientes, cómo adultos e incluso niños, cargaban grandes bolsos con cualquier desecho de plástico o aluminio, en su mayoría, y volvían al día siguiente para hacer lo mismo. En una oportunidad vio cómo se peleaban tres personas por unos cuantos vasos sucios de café. Fue ahí cuando entendió que se trataba de un negocio que se mueve por buen dinero, ese mismo en el que están Pegui y Magui desde hace dos años. Ahora son muchos los que en medio de la crisis viven de la basura.

Con las ventas reducidas a más de la mitad, como consecuencia del empobrecido poder adquisitivo de la población y sus inventarios cada vez más reducidos, ya había pensado en diversificar la panadería. Se le ocurrió vender pizzas pero recordó la escasez de harina de trigo, también discutió con su primo y socio la posibilidad de aprovechar el metraje de la panadería y alquilar una parte como un local independiente. Era una idea en desarrollo cuando se decidió por la venta de la basura.

 

71% MÁS BARATO

No fue difícil incursionar en el negocio. Al principio implementó lo que comúnmente se hace para ofrecer un producto: Publicidad. Bastó con colocar un cartel en la fachada que decía “se vende plástico y aluminio para reciclar”. Cinco clientes llegaron el primer día y solo tenía cuatro bolsas llenas de basura que logró negociar con el primero. En dos días quitó el aviso. La producción de desechos no satisfacía la demanda y se quedó con dos compradores fijos.

Correia no vende por kilo, como se suele hacer en los grandes centros de reciclaje. Él, asesorado por la dueña de una lonchería vecina, quien desde hace más de un año comercializa su basura, lo hace por unidad. Un vaso de café lo ofrece en cuatro bolívares, el pitillo pequeño que se usa para disolver el azúcar en un bolívar, al grande le suma 0,5 bolívares; las cucharillas o tenedores en dos bolívares, las latas de refrescos en tres, y los envases de plástico de cualquier bebida de menos de 600 mililitros en dos bolívares.

En la panadería, el desperdicio que más llena las papeleras son los vasos de café, los cuales nuevos son vendidos en mil 400 bolívares el paquete de 100 unidades, y que representa 71,43% menos al ser comprados usados, sucios y aplastados.

Pero las condiciones físicas del material no importan. En los centros de reciclaje lo reciben todo. Pegui y Magui reciben por el kilo de plástico -tipo película- ocho mil bolívares, por el de soplado 10 mil, 35 mil por el kilo de cobre o de aluminio y 11 mil 500 por el de hierro dulce.

MENOS OFERTA DE COMIDA

Las hermanas Sánchez no buscan comida. En medio de la oscuridad, tratan de evitar toparse con alimentos descompuestos. Pero a cualquier hora, incluso en el día, a la vista de cualquiera, se ven en las calles a quienes han optado por comer de la basura. El sábado, mientras Pegui y Magui separaban y clasificaban lo recolectado en la madrugada, dos señoras junto a un niño se acercaron a una esquina de La Isabelica. Doce bolsas plásticas y amarradas estaban en el piso.

Una de ellas llevaba un bolso de la Colección Bicentenario a cuestas y al que ya no le cabía más nada. La otra metía en pequeñas bolsas lo que conseguía, no sin antes olerlo e, incluso, probarlo como hizo con un pedazo de carne cruda. El niño era el encargado de romper cada uno de los paquetes para que las mujeres hicieran la selección.

Ninguna quiso decir su nombre. Pero no dudaron en exclamar que la comida en el país está escasa hasta en la basura. “Antes podíamos recoger media arepa, pan duro, restos de pasta, arroz o pollo que alguien dejó de su almuerzo. Ahora nada de eso”. Se deben conformar con los desperdicios y algunas frutas y hortalizas descompuestas que salen de los comercios de la zona.

La oferta de alimentos en forma de desperdicio ha mermado. Carlos Mijares es encargado de un restaurante en la avenida Bolívar de Valencia. Recuerda cómo hasta hace tres años se regalaba, a quienes pasaban al final de cada tarde por el local, lo que sobraba en las ollas. Lo que quedaba en los platos de los clientes iba directo a la basura. “Ahora todo se aprovecha, no se prepara nada en la cocina sin que alguien lo haya ordenado. Nunca hay nada para botar al final del día”.

 

NADA SE PIERDE

Una de las reglas en casa de los Molina-Peñalosa siempre ha sido ordenar la basura de la mejor manera posible. La idea es que quienes trabajan en el servicio de recolección de los desechos sólidos no ponga ninguna objeción al momento de pasar por las bolsas que colocan cada martes y viernes en la acera.

Ninoska Peñalosa ha visto, en los 20 años que tiene viviendo en el lugar, cómo el camión sigue su camino sin detenerse frente a las casas con los desperdicios fuera de recipientes o bolsas. Lo mismo pasa con objetos grandes o pesados. Eso era en el pasado. Ahora quienes realizan las labores de recolección se dedican a revisar con detenimiento cada paquete, separan lo que pueden comercializar, lo seleccionan y colocan en la parte de arriba del compactador y después es que depositan en el camión lo que consideran sin utilidad económica. Ahora la basura le interesa a todos. Es un micronegocio de subsistencia que ya traspasa las madrugadas de Pegui y Magui. Se ha convertido en una opción ante la profunda crisis que vive la población.

 

LOS PRECIOS

EN PANADERÍAS (POR UNIDAD)

– Vaso de café: cuatro bolívares

– Pitillo pequeño: un bolívar

– Pitillo grande: 1,5 bolívares

– Cucharilla o tenedor: dos bolívares

– Latas de refrescos: Tres bolívares

– Botellas de plástico: Dos bolívares

 

EN CENTROS DE RECICLAJE (POR KILO)

– Plástico película: 8 mil bolívares

– Plástico soplado: 10 mil bolívares

– Cobre o aluminio: 35 mil bolívares

– Hierro dulce: 11 mil 500 bolívares




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