La semana pasada leí un artículo del padre Luis Ugalde, exrector de la Universidad Católica Andrés Bello, titulado “Yo tengo un sueño” que, recordando a Martin Luther King, de alguna manera refleja lo que cada venezolano está viviendo en este momento.

Como cuando dice textualmente: “Con el nacimiento del año nuevo en cada venezolano despierta un sueño. Tal vez no nos atrevemos a volar con él, pero soñamos un 2024 de CAMBIO. Cambio de la muerte que arrastra Venezuela a la vida que necesitamos y podemos. No importa el color político, los venezolanos más diversos y enfrentados amanecemos unidos en el silencioso clamor por el cambio”. Un acertadísimo artículo que plantea absolutamente la verdad de lo que vive nuestro país y me llevó a mi casa materna, a las anécdotas de mi papá sobre los jesuitas, a quienes tanto admiraba y a mis tíos Miguel Alfredo Paz y Luisa Elena Codecido de Paz, con quienes conviví en un país maravilloso llamado Venezuela.

En 1967, después del terremoto de Caracas, mis amados tíos, Luisa Elena y Miguel Paz, se regresaron a vivir a su querida Valencia. Se habían ido a Caracas a comienzos de los cincuenta, para que Sebastián, su hijo, de doce años, primo hermano menor de mi mamá y, para mí, mi héroe, pudiera ambientarse en la capital, antes de entrar en la universidad.

Mi tío Miguel siempre fue una persona de fe, cumplidor de los preceptos eclesiásticos y a la vez, muy moderno para sus tiempos. Su familia había emigrado a Europa en la época de Gómez, por algunos problemas que había tenido su papá con el gobierno de Carabobo de la época y vivió muchos años entre París y Barcelona. Regresó todo un galán, dueño de una gran cultura, hablando un francés fluido, amante de la fiesta brava, con un corazón lleno de amor por el prójimo y una visión muy amplia del mundo que, en ese momento no tenía el venezolano, mucho menos el valenciano.

En Valencia, ya casado, vivían en La Pastora, en la calle Soublette. Miguelito, que así lo llamaban por su pequeño tamaño, tenía una cámara de película de 8 mm, con su proyector. Y en la sala de su casa, proyectaba películas, no solo las que filmaba y las de corridas de toros que veía con sus amigos adultos, sino las infantiles que compraba para que su hijo Sebastián y sus amiguitos de la cuadra, los Alvarado, los Carrasco, los Del Prette, los Correa, los Barreto, los Giusti, por nombrar a algunos, sin olvidar a Mélida Mejías, pudieran disfrutar de un buen cine en casa.

Los Paz solían casarse entre ellos. Hay quien dice que era una familia tan aristocrática, que sentía que no podían mezclarse con otras familias, por lo que era común que un Paz, pareciera una ametralladora al decir sus apellidos. Mi tío no era la excepción. Se llamaba Miguel Alfredo Paz Paz Paz Paz. Pero, de los hermanos, solo una, Flor, se casó con un primo, Alberto Paz, de similares características. Y ni Miguelito, ni sus otras dos hermanas, lo hicieron. Mi tío entró en mi familia y sus hermanas, Alida y Luisita integraron a Miguel Guédez y a Óscar Delepiani a los Paz.

Cuando en 1963, el Papa San Juan XXIII, hizo que los sacerdotes dijeran la misa frente a los feligreses y no de espaldas como se acostumbraba y que se les hablara en su idioma original y no en latín, mucha gente lo criticó y mi tío estuvo totalmente de acuerdo. Y fue en esa época, cuando decidió hacer su hojita. Él escribía para la prensa como crítico taurómaco, bajo el pseudónimo “Ballestilla” y decidió comenzar “A tu puerta”.

Ahí, en una hoja oficio doblada, o sea, en cuatro pequeñas páginas, narraba episodios de la vida de Nuestro Señor o de algún santo, hacía comentarios, y tenía en la portada, la imagen de Jesús, con un báculo en la mano, tocando a la puerta de una casa, que no tenía cerradura, porque “era la puerta de tu corazón y eres tú quien puede abrirla”. Una vez, cuando iban a imprimir la hojita de mayo, llamaron de la imprenta, porque se había roto el molde de la imagen de Jesús ante la puerta. Mi tío la buscó en librerías y tiendas religiosas y nada, no la consiguió.

Así que decidió darse más tiempo y entregó a la imprenta, una imagen de Nuestra Señora, la Virgen María, dado que mayo era su mes y dedicaron la hojita a María. A los pocos días, consiguió mi tío una imagen de Jesús tocando la puerta sin cerradura, pero la nueva, tenía el báculo floreado y mi tío dijo convencido: “nuestro Señor solo quería que la hoja de mayo fuera para su mamá”. Y desde ese momento, en mayo, era la Virgen María, la protagonista de “A tu puerta”.

Fue mi tío quien me regaló el libro “Camino”, de San Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei. El librito me encantó, me impactaron sus pensamientos, en especial, el número 590 relativo a la “Humildad”, que dice textualmente: “No quieras ser como aquella veleta dorada del gran edificio: por mucho que brille y por alta que esté, no importa para la solidez de la obra. Ojalá seas como un viejo sillar oculto en los cimientos, bajo tierra, donde nadie te vea: por ti no se derrumbará la casa”. Me afectó porque notaba que la humildad era de las virtudes más fáciles de quebrantar. Mi tío era el ejemplo vivo de la humildad y nosotros, sus sobrinos, trataríamos de imitarlo siempre.

La sencillez de mi tío era tan notoria como su automóvil, un escarabajo. Y como a su hijo Sebastián le había comprado otro, para mí Volkswagen era sinónimo de Paz. Mi tío era muy dulce, pero de ser necesario, sacaba un carácter fuerte que nadie conocía. Como cuando Sebastián tuvo un pequeño choque con su carrito y le pidió prestado a su papá dinero para arreglarlo. Mi tío jamás le cobró y a Sebas esa deuda se le olvidó. Tiempo después, Sebastián tuvo otro accidente con el carro, pero mucho más grave y volvió a recurrir a su padre, quien de inmediato le dijo: “no suelo prestarle a alguien que no paga sus deudas”. Y Sebastián tuvo que buscar dinero en otra parte y trabajar el doble para recuperar su carrito y aprendió que las deudas siempre hay que pagarlas.

Y cuando regresó a Valencia, Miguelito Paz se convirtió en el catequista de los reclutas de la División de Infantería Batallón Carabobo, hoy Brigada Blindada. Se llevaba muchas veces, como auxiliar, a mi hermanito Miguel Ángel que, para esa época, solo tenía seis años, pero le sirvió de aprendizaje para su vida.

Coleccionaba suplementos y los empastaba, pero no suplementos de comiquitas o de superhéroes, eran los de Vidas Ejemplares y los tenía empastados, por lo que nosotros, sus sobrinos, amábamos quedarnos en su casa, un apartamento en el Edificio “Mi Refugio”, a la altura de El Viñedo en la avenida Bolívar de Valencia. También amaba la música y contaba con una enorme colección de cassettes que solíamos disfrutar.

Miguelito Paz murió en Caracas el 20 de febrero de 1990, a los setenta y siete años, lleno de fe, paz y amor, rodeado de sus seres más queridos y estoy convencida de que ahora está en el cielo con Jesús y la Virgen, mi tía Luisa Elena y Sebastián, y con todos los buenos que se nos han adelantado, velando porque Venezuela se recupere y se haga realidad el sueño del cambio que, para este 2024, como el padre Ugalde, todos anhelamos.
Anamaría Correa

anamariacorrea@gmail.com




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