Con la muerte de Karl Lagerfeld, el diseñador que en los ochenta devolvió a la entonces trasnochada casa Chanel al Olimpo de la alta costura, la moda ha perdido a uno de sus grandes creadores de estilo pero, sobre todo, a un perfecto icono de la hoguera de las vanidades.

Efigie erguida y traje con alzacuellos, coleta plateada, lentes oscuras, guantes y manos anilladas. Este alemán afincado en París cinceló durante décadas su imagen, hasta convertirse en un símbolo universal de la elegancia. Su perfil, casi siembre en blanco y negro, llegó hasta a las latas de Coca Cola.

Ingresado este lunes de urgencia, falleció a los 85 años en París dejando el recuerdo de un hombre brillante que creció con la inquebrantable ambición de «ser diferente a todos los demás».

«Solo la inteligencia dura. La juventud y la belleza son temporales», decía un creador que definía la moda como «efímera, peligrosa e injusta».

Nació, dicen las biografías que cuestionaba, el 10 de septiembre de 1933 en Hamburgo, y se crió a 40 kilómetros de esa localidad portuaria, en una casa burguesa de dos alturas, fabricada en madera y rodeada de árboles.

En ese bucólico paraje creció Karl Otto Lagerfeldt, sin apenas percatarse de cómo la Segunda Guerra Mundial estremecía a Europa.

Pero el hijo de un comerciante de origen sueco y de una madre prusiana, al que le gustaba vestirse con trajes tiroleses, nunca tuvo intención de quedarse en la campiña alemana.

En 1952 se trasladó a París con su madre, Elisabeth, una mujer de ideas modernas y maneras estrictas. Allí prosiguió con sus estudios hasta que dos años después ganó el concurso del Secretariado Internacional de la Lana con el dibujo de un abrigo escotado en la espalda.

La distinción, que compartió ex aequo con un incipiente Yves Saint Laurent, le abrió las puertas de la biografía excepcional que perseguía con determinación y comenzó a colaborar en talleres como el de Pierre Balmain o la casa Cholé.

Establecido como un cotizado «freelance» en el mundo de las agujas, con contrato en Fendi desde 1965, en los setenta empezó a recogerse el pelo en una coleta y a introducirse en el negocio del perfume.

Pero el año que marcó su vida fue 1983. Chanel, antaño buque insignia de la moda francesa cuya fundadora, la difunta Coco Chanel, no había sabido anticipar el éxito de los pantalones vaqueros y las minifaldas, llamó a sus puertas para que reflotara la marca.

Lagerfeld aceptó el reto y en menos de una década la resucitó, apoyándose en modelos como Inès de La Fressange, Cindy Crawford, Carla Bruni, Naomi Campbell o Claudia Schiffer.

Además de director artístico, durante más de tres décadas se ocupó de la fotografía de Chanel, otra exitosa disciplina para un creador polifónico que también flirteó con el diseño de objetos, el dibujo o la interpretación, y que en 1984 creó su propia enseña: Karl Lagerfeld.

Pero fueron también los años del paraíso perdido. Su gran amor, el dandi autodestructivo Jacques de Bascher, a quien había conocido en 1971, murió de sida en 1989.

Diez años después, y tras un sonado escarceo con el fisco, llegó el cambio de siglo. Y Lagerfeld volvió a reinventarse: se sometió a un régimen radical que le llevó a perder 42 kilos para entrar en la silueta pitillo que impuso un joven Hedi Slimane en Dior Homme, hacia quien el alemán nunca ocultó su admiración.

Para mantener inmaculada su piel se atiborraba de cremas y cada domingo se sometía a una pedicura. Nunca bebió, fumó o consumió drogas y las únicas adicciones que se le conocían eran el trabajo y la soda (Coca Cola Light y Pepsi Max).

En perfecto estado de forma, Lagarfeld inició ya en el siglo XXI una nueva adolescencia creativa y firmó audaces colaboraciones con marcas como H&M, Coca Cola, Volkswagen o Sephora.

Dirigía las colecciones de tres marcas con un ritmo de doce colecciones anuales, insoportable para la gran mayoría de diseñadores como él mismo reconoció en la revista «Paris Match» el pasado julio.

«No veo muy bien quién podría hacerlo en mi lugar, aunque a muchos les gustaría», dijo.

El modisto con reputación de severo, que viajaba en avión privado y al que siempre acompañaba un cortejo de asistentes, se reivindicaba como una persona independiente que solo soportaba la compañía de su gato Choupette, felino con dos empleadas domésticas a su servicio y heredero de parte de su fortuna.

«Estoy muy en contra de la memoria y cosas así. Hay que desaparecer. Admiro a los animales del bosque, que no se les ve cuando se mueren», decía un Lagerfeld cuya marca, sin embargo, le sobrevivirá.




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