Regresó como se fue, caminando. Una mañana, hace dos años, cruzó el Puente Simón Bolívar, abierto entonces como un embudo de liberación por el que pasaron millones de venezolanos que huían de un país infectado con otro tipo de virus, ese que llegó sin corona pero con boina llenando de devastación y sufrimiento a su gente.

Se fue con su mochila llena de sueños y el corazón impaciente de vivir nuevas emociones. Marchó empujado por una realidad que no soportaba, burlado su espíritu guerrero luego de dar la cara enfrentando al oprobio, sin dejar caer la dignidad que le impuso su propia conciencia, distinta a la que vendieron otros personajes de guiones funestos.

Pasó el tiempo y en su periplo llegó a Perú, antes había estado en Colombia y después en Ecuador. Avanzando a pie la mayor parte de la ruta, superando sabanas y el frío del páramo de la misma Cordillera que cruzó Bolívar, marchando decidido en la conquista de su destino, acompañado por legiones de migrantes en campaña admirable en la búsqueda de su propia emancipación.

En los primeros tiempos siempre encontró la mano amiga extendida de la bondad suramericana, conmovida ante el éxodo provocado por la tiranía. Seres excepcionales de maravillosas almas que acogieron sus miserias y enjugaron las lágrimas derramadas por las penas de muchos en las noches frías camino al Sur.

Pero al pasar los meses enfrentó otra realidad. Las cosas comenzaron a cambiar por el impacto de la creciente diáspora en esos territorios. Dejó de ser bienvenido y la inicial solidaridad con el sufrimiento del migrante se convirtió en hostigamiento, desprecio y en algún momento burla de aquel que se sintió amenazado. Allí supo lo que implicaría ser llamado veneco.

Un día, cuando llegó la pandemia, decidió regresar. Pasó largas jornadas en titánico esfuerzo por volver y con el fruto de su duro trabajo recorrió extensos territorios hasta llegar al mismo lugar por el que había salido. Esta vez el puente yacía como caído en batalla con los brazos extendidos implorando recibir de nuevo el flujo de vidas que irrigaron de esperanzas sus entrañas de hierro y concreto. Vaso comunicante de cuerpos y almas de pueblos hermanos. Pero el puente estaba roto, habían quebrado el alma de la integración de dos naciones vecinas.

Así se fue barranca abajo a pasar el río. Avanzando se dio cuenta que estaba en un mundo distinto, había decidido cruzar de noche por eso de las prohibiciones y se encontró en un inframundo controlado por criaturas guardianas, espíritus fantasmales que vigilaban de cerca a la posta del retorno. Tuvo que esperar varias horas porque había llovido temprano y el caudal del Río Táchira había aumentado. Así con su mochila y sus ganas mojadas cruzó a Venezuela, allí fue detenido.

Cipriano está confinado nuevamente, alguien de uniforme lo llamó bioterrorista, como lo había hecho en su alocución el obeso tirano. Ese fue su regreso a la patria, a la tierra de sus padres y abuelos, donde vivió feliz su infancia entre montañas y valles en los que conoció el amor de su primera hembra en el mismo pueblo del monte andino de donde partiría y a donde quería ahora volver.

Mientras espera el resultado de un examen que le hicieron ve a una linda muchacha sentada en el piso al otro lado de la sala. Allí se produce un cruce de palabras silentes que se escuchan dentro del alma del joven andino. Entre respiros y suspiros sella un compromiso solemne rubricado con tinta de su recia estirpe centenaria. No se dejará vencer, volverá a sus montañas a sembrar su huerto al lado del arroyo saltarín que serpenteando baja de las alturas merideñas.

Estará expectante, atento al momento del levantamiento de las ganas en el resurgimiento de las causas libertarias nunca olvidadas. Así esperará mejores tiempos para mostrar nuevamente su orgullo andino, ese que se alzó en el páramo frente a la injusticia de los hombres de verde y negro que llegaron de lejos atropellando la protesta de la gente de su pueblo ante la injusticia de los poderosos.

No hay tormento ya en la conciencia del joven, él resiste el embate de la pena con su dignidad de cumbre y la dulzura de mora de montaña. Volverá a meter el surco en la ladera con el viejo buey que le espera pastando en el valle plateado del Mocotíes.
Su hambre de libertad está intacta y percibe el aroma de queso ahumado y pastelito de trigo, de trucha fresca asada en fogón de leña y de miche calentado en la fría noche paramera. Allí estará Cipriano en los albores de un amanecer esperado tras la larga noche vivida cuando verá el sol al este plateando las montañas milenarias de sus Andes eternos.

LUCIO HERRERA GUBAIRA




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