En los años setenta mis padres decidieron pasar en España «el año sabático» en 1970 y posteriormente, entre 1975 y 1977, «la rotación», un plan de estudios realizado con dos colegas de la Universidad de Carabobo. Un programa que resultaba ser bastante equitativo.

Este plan implicaba un acuerdo entre tres profesores que colaborarían durante seis años de una manera muy particular. El primer profesor se ausentaría del país para realizar un posgrado durante dos años, siendo reemplazado durante ese período en sus asignaturas por los otros dos profesores que participaban en el plan. A su regreso, el segundo profesor seguiría el mismo proceso, y así sucesivamente con el tercer profesor.

Este sistema maravilloso llegó a su fin con la llegada de la quinta república. En la actualidad, como bien es sabido, los profesores nos encontramos en la peor situación de la historia del país. Nos queda muy bien el término «Pobresor», acuñado por mi ya fallecido y extrañado hermano Miguel Ángel, cuando compartía en redes sociales sus «chistes del pobresor».

Mi papá fue el segundo de su plan y mi mamá la primera del suyo. El caso es que, después de haber vivido en España de 1970 al 71, amamos tanto esa tierra que regresamos del 75 al 77, por lo que pasamos allí tres navidades.

Notamos que los españoles le dan importancia a estas fechas, pero claro, con sus costumbres. El Niño Jesús no traía juguetes, sino los Reyes Magos el 6 de enero. El 24 en la noche se reunían las familias y cenaban juntos o, simplemente, almorzaban el 25.

Y el 31, casi todos los madrileños festejaban de otra manera, con mucha alegría, pero no en familia. Por ejemplo, las obras de teatro tenían horario especial, de manera que el público despidiera el año con los actores al terminar la función. Y ni hablar de la Puerta del Sol, donde iban muchos a esperar la llegada del nuevo año, perdón, a despedir “la noche vieja”. Restaurantes, centros nocturnos, bares, todos festejaban y a las doce de la noche ofrecían las uvas de “la noche vieja”. Ahí fue cuando entendí el poema de Andrés Eloy Blanco, “Las uvas del tiempo”:

Aquí es de la tradición que, en esta noche,
cuando el reloj anuncia que el año nuevo llega,
todos los hombres coman, al compás de las horas,
las doce uvas de la Noche Vieja.
Pero aquí no se abrazan ni gritan: ¡FELIZ AÑO!,
como en los pueblos de mi tierra…

El poeta Andrés Eloy lo escribió en 1923, cuando se fue exiliado a España, gracias al gobierno del dictador Juan Vicente Gómez. Tal vez por eso, porque el pasado 2023, “Las uvas del tiempo” cumplió cien años, en algunos hogares venezolanos, además de escucharlo, tienen por costumbre comer también las doce uvas, una por cada campanada.

En aquella Madrid de 1970, todavía franquista, nosotros, añorando nuestras festividades, las celebramos en la más íntima unidad familiar; eso sí, con hallacas. La embajada venezolana facilitaba las hojas a aquellos compatriotas que deseaban prepararlas. Como eran escasas, para aprovechar al máximo, utilizamos como segunda hoja, papel de aluminio. Salieron muy sabrosas.

En esa Nochebuena, el Niño Jesús me obsequió un tocadiscos, lo que nos permitió disfrutar de un disco de larga duración de «Dolores Vargas, La Terremoto», con música navideña española. Llamó la atención de mis padres que uno de sus «villancicos» se titulaba «Fuego al cañón (Aguinaldo venezolano)». Tuvimos una sorpresa cuando el aguinaldo comenzó con «Tucusito», aunque con la letra modificada. En lugar de pedirle al tucusito que la lleve a cortar las flores, porque “en las navidades se cortan de las mejores”, La Terremoto, en rumba flamenca, le pide al tucusito que la lleve a cortar las flores «para que en las navidades lo canten los ruiseñores». Luego, «Fuego al cañón» continuó como un popurrí, cambiando la palabra «parrandón» por «diversión». Confieso que, a pesar de las hallacas y los cantos, fue muy triste esa primera Navidad en España, pero, reitero, el país nos gustó tanto, que regresamos en 1975 a vivir ahí dos años más.

Ahora que, debido a la salud de mi esposo, nos encontramos en Argentina en estas fechas tan importantes para nosotros, compartiendo con mi hija Isa y mi hermano Juan Pablo, con quienes no recibíamos un Año Nuevo desde hace siete años, me siento profundamente feliz. Siempre mantengo la esperanza de regresar a mi tierra este 2024. Disfrutamos de esta celebración en familia, y ya nuestros amigos venezolanos aquí, se han convertido en nuestra familia elegida, entre ellos mi hermano de la vida, Gian Montanari, piloto de Ita, quien tuvo un vuelo a Buenos Aires el 31 y nos hizo aún más felices.

Mi deseo ferviente es que este nuevo año traiga consigo un torrente de cosas positivas para Venezuela y el mundo. Anhelo que la justicia y la paz prevalezcan y que los venezolanos tengamos el primer cambio de gobierno del milenio, al elegir nuestra primera mujer presidente, con la presencia de testigos internacionales para garantizar un proceso justo y transparente. Que este año sea un capítulo de renovación y esperanza para todos. ¡Feliz Año!

Anamaría Correa
anamariacorrea@gmail.com




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