Un día de marcha, a principios de los 2000. Veníamos en el metro de Caracas, hace ya unos cuantos años. Era la época en la que el chavismo empezaba a sacar las uñas y uno se iba a la calle en el día y caceroleaba en la noche. El vagón lleno, gente con banderas y pancartas. Misión cumplida, decíamos. Le enseñamos al gobierno que somos muchos, que no nos vamos a cansar, que saldremos todos los días si hace falta. Que no vamos a dejar que nos roben la democracia.

La conversa con un vecino de vagón, que se presentó como Oswaldo, empezó con trivialidades; small talk, que diría un gringo. Que si había mucha gente en la marcha, que si yo –decía el vecino- tengo un puesto de supervisor de administración en una empresa y estudié en la universidad porque mi mamá, limpiando casas, me pudo mantener y yo trabajaba de día de mensajero y estudiaba de noche y así salimos de abajo. Luego nos mudamos del barrio al apartamento donde vivimos ahora, en una zona segura; no tenemos lujos pero tampoco nos falta nada para vivir.

Por ahí andaba la charla cuando un señor cuarentón interrumpió de repente desde su asiento “Coño, ¿y tú estudiaste? –preguntó descreído- Porque fíjate que yo no pude. A mí los adecos y los copeyanos no me dejaron estudiar”, dijo, mostrando sin disimulo sus obvias simpatías por Chávez y por la cháchara redentora. Pero Oswaldo no se quedó callado y le soltó que él sí había ido a la escuela y al liceo y a la universidad, a punta de trabajo y de sacrificio; que en Venezuela se podía estudiar en los colegios públicos sin pagar nada. Y que él era de los que se quedaba en su casa estudiando cuando sus panas se iban de rumba; los mismos panas que después lo llamaban sifrino porque tenía un trabajo bueno, andaba bien vestido y se iba a comprar un carro.

El señor que no había podido estudiar, Carlos se llamaba, hizo el amague de contestar, pero allí intervino un tercero, contundente, sin pelos en la lengua. “Yo no estudié porque no me dio la gana. Bastante que me lo dijo mi mamá, que no me quedara sin educación, que era pública y no se pagaba, que ella me ayudaba con los libros y yo podía chambear y de repente llegar hasta la universidad y todo eso. Empujado llegué hasta segundo año de bachillerato, pero me ladillé y dejé el liceo. No es que me haya ido mal, porque tengo un negocio que es mío, allá en el barrio, y me da lo suficiente. Pero si yo hubiera querido y le hubiera puesto empeño hasta doctor sería hoy”.

Carlos no cedió ante los argumentos de sus compañeros de conversa. Insistió en que él no había podido ir a la escuela por culpa de los gobiernos de antes, y que él ya estaba viejo para empezar a estudiar pero ahora con Chávez a nadie le iba a faltar educación y el país iba a ser distinto y el gobierno se iba a encargar de proteger a los que tenían menos recursos, como él mismo, y ya verían como todos iban a estar mejor. Menos los ricos, porque esos tenían que pagar por la corrupción y por lo que le habían quitado a la gente como él.

Llegó nuestra parada en La California y salimos del vagón, no sin antes despedirnos de los tres vecinos, que ya tenían una discusión armada sobre los 40 años de democracia y los chavistas y por ahí seguirían. Tres personas en el metro; todas de origen humilde, cada una con su historia, sus logros y sus fallos. Tres visiones de vida. Dos de ellos habían votado por Chávez; el tercero –el estudiado- no. Dos asumían su responsabilidad por la vida que llevaban y por lo lejos o cerca que habían llegado. El tercero –Carlos- le echaba la culpa a los demás y ponía su futuro en manos de los demás. En manos de la revolución.

De este episodio hace más de 15 años. De las promesas de Chávez y su megalomanía no queda sino un país en ruinas. A la educación pública de los años de democracia se la tragó el mismo desmadre que acabó con todo. Por pura curiosidad, me gustaría saber por dónde andan y qué habrá sido de aquellas tres personas que conocimos ese día en el metro.




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