Los cánones, autoritarios y tiránicos, contraponen arte culto y popular. Distinción frágil porque ambas expresiones culturales constituyen manifestaciones artísticas, aunque en contextos y escalas de valores diferentes. Los antiguos consideraban arte a toda obra hecha con excelencia y siguiendo reglas estipuladas, ya fuera la confección de un vestido, de una figura lógica o de un poema.

El artista popular es un creador libre, fuera de los reflectores de la publicidad a menos que los certificadores de valor los reconozcan y acepten acceder a los modelos de éxito que ofrecen las instituciones culturales formales o las tendencias dominantes en la evolución del arte. A estos artistas fuera de los gustos aceptados, se les llamó ingenuos que significa sinceros. También primitivos, término que el diccionario define como lo “que no tiene o toma copia de otra cosa”. Parece lógico: primero fueron los petroglifos de Vigirima o La Tiamita y siglos después, Arturo Michelena quien cuando pintó a Bolívar, desde Paris, lo uniformó con el traje que usaban los generales de Francia.

Hay artistas primitivos o ingenuos que tuvieron formación académica. Uno de ellos, explorador del lenguaje de la calle, fue Cristóbal Ruiz, un pintor lunático de vestimenta a veces harapienta y una conversación, también a veces, de esplendor. Tuvo Escuela en la Arturo Michelena, la Cristóbal Rojas y en Londres. Desestabilizador del confort de las élites carabobeñas, desplegó una estética incómoda y aún no descifrada, igual que sus bailes en algún Salón de Arte, la antigua Facultad de Derecho o la Escuela de Teatro Ramón Zapata uno de sus refugios, junto con el Bar La Guairita donde José Tavares supo tratarlo como un amigo.

En sus obras hay burros, caballos, taritas, mariposas que brotan de su nostalgia por la ruralidad o plazas, calles, edificaciones y rostros bajo un sombrero o una corona de espinas. Su vida, como como continuación de su arte, proyectó un sentido lateral de valencianidad, construido desde abajo y sin grima al populacho. Más allá de euforias y rendiciones alcohólicas no tuvo intervalos de locura, a menos que quisiera escenificarlos. Sólo en un sentido su irreverencia puede ser asimilada a una locura: nació en La Luna, un caserío de Urama.

Las lógicas del mercado son difíciles de aplicar a la cultura popular porque su móvil no es la venta en masa de cultura rápida. Otro ejemplo en Carabobo es Luis Cedeño cuya infancia transcurrió en Los Taladros, en una familia de trabajo y luchas. Se graduó de maestro normalista y se inició como docente en una Escuela Rural en Guigue. Allí, con sus alumnos, descubrió una didáctica para aprender con alegría: contar los conocimientos. Entonces redescubrió la potencia pedagógica de la narrativa oral y se hizo cuentero. Después escritor para ampliar la defensa de la ciudad a la que pertenece.

Carlos Reyes es un poeta hecho de fervor por Valencia. Hay compromiso con su origen popular, disfrute de su mapa hilado con recuerdos de calles, plazas, bodegas, botiquines, personajes de una comunidad que siente diferente a las “señoras graves de San José”. Su compromiso con la ciudad natal, en una época políticamente conflictiva, lo obligó a irse al Zulia y vivir la regionalidad como oposición al centralismo y búsqueda de un más problemático fervor de país que concluyó en desilusiones y retorno al Cabriales como recuperación del sentido de su viaje. En su poesía de varios soles, regresar es vivir y sus poemas retratan la destrucción de la ciudad donde no está seguro si aún cantan las golondrinas.

En una Antología de la Cultura popular carabobeña, aún en búsqueda de autor, estos tres nombres tienen un sitial, junto a muchos marginados de la reseña cultural oficial. Entre los pintores tendrían que figurar el ilustrador de bares como La Españolita de Manuel Rodrígues Manau; el bar del también portugués José, paralelo al Mayantigo o El Tokay en El edificio Arenas de Valencia. El poeta Carlos Ochoa incluye en esa lista a Armando Olavarría Iturriza, profesor de Artística en el Pedro Gual por sus plumillas sobre papel con motivos valencianos y también al recordado muralista del rectorado Lubin Van Colin. José Faneite de Puerto Cabello, Niño Bonito de Patanemo y Elizabeth Conde de Morón podrían cerrar este comienzo.

Entre los poetas, a riesgo de excluir otros ya marginados, debo mencionar a Francisco Sevilla, también pintor de Montalbán; a Alfredo Veloz; Fáber Páez; a Rafael Romero de Canoabo quien habla en décimas y pinta en poesía o el portugués peninsular de Naguanagua, Armindo Goncalves. Un novelista que surgió de relatos de pesca y cacería es Armando Celli quien nos muestra Donde es más tarde la aurora.

Estar fuera de la vitrina, no es salir del juego, es solo comprender que a veces “es vano todo intento de quedarse”. Dice Tomasa Ochoa.

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